Genealogía de Europa (4)

 

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  1. El Derecho romano

Roma, pueblo capital en la Historia de la humanidad, transmite al mundo muchas de las realidades que perduran en nuestros días. El latín -origen de nuestras lenguas romances-, conocimientos y descubrimientos en agricultura, así el arado, ingeniería civil y militar, arquitectura, el calendario, su sistema numérico, las vías de comunicación, el abastecimiento de las aguas, el arte de la guerra, la organización del territorio, pero, sobre todo, son el Derecho y la romanización -entendida como civilización del mundo por entonces conocido-, sus dos grandes legados.

Ha sido una constante histórica la relevante presencia del Derecho romano en el devenir de la ciencia jurídica (50). Resulta admitido que uno de los rasgos definidores de la cultura europea (51) es su modo de concebir el Derecho y que éste debe gran parte de su contenido a la elaboración efectuada por los jurisconsultos romanos junto al ejercicio de la iurisdictio y el ius edicendi de los pretores, al encontrar en éstos dinámica y fuerza incontenibles en la evolución de las instituciones del ius civile con el propósito de acomodarlas a las necesidades del tiempo presente y también, sin duda, a la tarea de asesoramiento llevada a cabo por los más grandes juristas de cada tiempo, en las labores desarrolladas en la Cancillería para la elaboración de las Constituciones imperiales.

Al arco de vigencia del Derecho Romano en la Historia de la humanidad debe añadirse su supervivencia como Derecho positivo aplicable ante los Tribunales en Europa continental hasta las codificaciones civiles europeas que se inician a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. Además, estos Códigos civiles son, en medida nada desdeñable, el resultado de la traslación de los fragmentos jurisprudenciales clásicos recogidos en la Compilación justinianea, denominada Corpus Iuris Civilis a partir de la edición de la misma hecha por Dionisio Godofredo en 1583 en Ginebra.

Podemos citar, ad exemplum, como categorías jurídicas romanas, vigentes en la actualidad: derecho real y derecho de crédito; obligación y contrato; dolo y culpa, mora, caso fortuito, casus, fuerza mayor, vis maior; responsabilidad contractual y aquiliana; garantías reales y personales; prenda, hipoteca y fianza; posesión, propiedad, ocupación, accesión, especificación, usufructo, servidumbres, enfiteusis y superficie; compraventa, periculum, vicios ocultos, mandato, sociedad, arrendamiento; matrimonio, filiación, patria potestad, adopción y tutela; herencia intestada y sucesión testada, testamento y codicilo; heredero, legatario, sustituto y fideicomisario, donación, son como son, porque así las configuraron los prudentes romanos, en especial en la etapa clásica, si bien ya se inicia en época preclásica o republicana (52). Todo el Parlamento por unanimidad no puede modificar el concepto romano de usufructo del artículo 467 del Código civil que recita: “El usufructo da derecho a disfrutar los bienes ajenos con la obligación de conservar su forma y sustancia…”. Y es así porque Paulo lo definió como: “Usus fructus est ius alienis rebus, utendi et fruendi salva rerum substantia” (53). Se puede ir conformando un contenido más estricto o amplio a la obligación “salva rerum substancia”, lo debatieron ya los jurisconsultos, en su proverbial ius controversum (54), después la doctrina romanística (55) y continúan haciéndolo los civilistas. Ahora bien, la categoría formulada por Roma y llega incólume hasta hoy.

Y a ello se une otra consideración. Se trata de la penetración, por ósmosis, de las categorías jurídicas romanas, a lo largo de los siglos, en el cuerpo social. Así, la sublime gloria de las instituciones jurídicas romanas es su incorporación al común conocimiento del “saber popular”. Y al transformarse en depósito común, quienes las utilizan no saben, o bien ¡no les importa saber!, cuándo se concibió su formulación primigenia y en quién encontró su autoría material.

Si en el ámbito iusprivatista esto puede contrastarse con facilidad, puede predicarse, con distinto influjo, en la esfera del Derecho público. Así, en las Constituciones imperiales emanadas a partir del siglo I d.C. de la Cancillería a través del consilium principis -en el que colaboraban los más eminentes juristas de la época clásica-, realizan una modélica organización, de base territorial, sobre las estructuras del poder y del gobierno tanto de la organización política romana en su íntegra extensión, como de la ordenación territorial y presencia de la Metrópoli en los pueblos conquistados y después romanizados, incorporados a la civilización romana desde las provincias, colonias y municipios. A Roma pues debemos referirnos para encontrar una estructura administrativa que conforma el núcleo de “lo público” como expresión de lo que pertenece al Populus (56).

En dichas Constituciones se configura el núcleo básico de un sinfín de categorías y conceptos iuspublicistas tales como: dominio público, obras públicas, concesiones, servicio público, contratación administrativa, orden público y tráfico, policía edilicia, justicia penal y jurisdicción administrativa, Derecho urbanístico, asistencia sanitaria y social, enseñanza y beneficencia pública, régimen funcionarial, vías, aguas y minas, recaudación, gestión tributaria y delitos fiscales, principio deuda tributaria y un largo etcétera (57).

Fragmento de un ‘Digesto’ del año 1593

El Derecho es pues el gran legado histórico que Roma aporta a la civilización y transmite a la posteridad. Hegel, que no oculta jamás su predilección por Grecia, afirma: “Dejemos a la Jurisprudencia su latín y su romanidad” (58). Así, reconoce sin ambages la aportación inigualable de Roma en la creación del Derecho. En el mismo sentido, afirma Carducci: “La dirittura e la tenacità -improtò Dante- alla vita da una grande raza civiile, cui fu poesía, il ius, la romana” (59).

Las instituciones jurídicas romanas, proyectadas sobre el futuro, son imprescindibles para conocer, comprender e interpretar el Derecho actual (60). Es evidente que la lógica del Derecho ilumina la civilización desde las creaciones de jurisprudencia romana compiladas en el Digesto justinianeo (61). Sobre la constante investigación en torno a esos textos recopilados, Prost de Royer (62) afirma: “Después de tantos siglos, la excavación continúa, igual que nuestros artistas van aún a buscar las normas y modelos de sus obras entre las ruinas de Palmira, de Atenas y de Roma”.

Subraya A. Fernández de Buján: “Si bien es evidente la influencia que la Revolución Francesa tuvo en los sistemas jurídicos y políticos de cultura occidental, lo que en el caso del Derecho administrativo se manifestó en la teorización que originó la ciencia del Derecho administrativo… no parece acertada… la opinión de que (este) surge en el siglo XIX. La afirmación se debe… a la ausencia de una reconstrucción dogmática del Derecho administrativo y público romano…, el ordenamiento jurídico contemporáneo… en buena medida es tributario de instituciones, hechos y actividad de orden administrativo que fueron… regulados en el ámbito estatal, provincial y municipal de la comunidad política romana. Cuando estudiosos… de Derecho público vigente deciden (asomarse)… a la investigación… correspondiente a la experiencia administrativa romana, o bien acuden directamente a las fuentes, suelen constatar la existencia de una compleja problemática administrativa en el seno de una sociedad… en constante expansión y desarrollo, en la que se encuentran planteadas y satisfactoriamente resueltas numerosas cuestiones teóricas y prácticas del Derecho administrativo actual” (63).

En total sintonía, señalo yo en la presentación de una importante obra colectiva italiana sobre esta temática: “El Derecho administrativo no surge ‘de la nada’ a fines del XVIII. Siendo relevantes los principios revolucionarios que alumbran el Estado de Derecho y su desarrollo por la doctrina y el Consejo de Estado francés, no cabe afirmar que esta yuxtaposición lo ‘engendra’. Hay mucha historia anterior. Su origen, como todo en Derecho, se encuentra en Roma. Su experiencia -basamento de todo orden jurídico posterior- conforma muchas instituciones administrativas actuales. Si ello es menos (re)conocido se debe a la ausencia de una labor de reconstrucción, equivalente a la efectuada en Derecho privado” (64).

Los juristas romanos han sido los grandes creadores del Derecho de su tiempo. Tanto desde la auctoritas de sus Responsa, como en su labor en la Cancillería imperial, asumiendo la elaboración de las Constituciones y, por tanto, “legislando”. Grandes estudiosos del Derecho romano, colosos de su tiempo, fueron claves en la labor de elaboración y redacción de los Códigos civiles, así Domat (65), Pothier, Portalis, Savigny, Bello, Teixeira de Freitas o Dalmacio Vélez, entre otros.

No debemos los romanistas de hoy desligarnos del intento de contribuir en la tarea de elaboración del Derecho actual. Debemos estar pendientes de las nuevas realidades que se alumbran en el ámbito legislativo y que afloran en la realidad social, era la actitud y el modo de proceder de los jurisconsultos romanos.

El único romanista español que ha sido llamado a incorporarse, y ha trabajado con asiduidad, en la Comisión General de Codificación es Antonio Fernández de Buján. Ha informado también como experto en dos ocasiones en la Comisión de Justicia en el Congreso de los Diputados. En el Pleno de la Cámara en el que se aprueba la Ley de la Jurisdicción voluntaria, dos grupos parlamentarios al referirse a él lo denominan “padre de la Ley”. Ha hecho así presente el Derecho romano en sede legislativa, defendiendo su vigencia y su clasicidad.

 

  1. Europa, ¡sé tú misma!

Esta trilogía que ha construido nuestra Europa no quiere reconocerse. Se desmorona nuestra civilización porque ha dejado de creer en sí misma; porque cuestiona todo su pasado y renuncia, aún más reniega, de la herencia que nos ha constituido. A comienzos del siglo XX denunciaba Ortega y Gasset esta situación de desarraigo y pérdida de confianza, al decir: “Europa se ha quedado sin moral…y recoge ahora las consecuencias de su conducta espiritual. Se ha embalado sin reservas por la pendiente de una cultura magnífica, pero sin raíces” (66).

Es imposible mencionar, aun de paso, a los más importantes ensayistas -historiadores, filósofos, moralistas o sociólogos, entre otros-, que han constatado y reflexionado sobre esta penosa realidad. Me limito a explicitar a Juan Pablo Magno, que tanto ha meditado y escrito sobre esta triste pérdida de conciencia cultural. Así, en el Acto de identidad europea celebrado en la Catedral de Santiago de Compostela, señala: “La identidad europea es incomprensible sin el cristianismo y que precisamente en él se encuentran aquellas raíces comunes de las que ha madurado la civilización del Continente, su cultura, su dinamismo…todo lo que constituye su gloria…Yo, obispo de Roma y pastor de la Iglesia universal, desde Santiago te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: ‘Vuelve a encontrarte. Sé tú misma’. Descubre tus orígenes. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes” (67). Lo recordó el entonces Cardinal Ratzinger, siguiendo el magisterio de Juan Pablo Magno: “Occidente siente un odio por sí mismo que es extraño y que solo puede considerarse como algo patológico; Occidente sí intenta laudablemente abrirse, lleno de comprensión a valores externos, pero ya no se ama a sí mismo; solo ve de su propia historia lo que es censurable y destructivo, al tiempo que no es capaz de percibir lo que es grande y puro. Europa necesita de una nueva ciertamente crítica y humilde aceptación de sí misma, si quiere verdaderamente sobrevivir” (68).

Simone Weil reflexiona, con lucidez, que unos de los males que padece Europa era el desarraigo, la separación de su pasado milenario, estableciendo una disociación absoluta entre la vida religiosa y la vida profana, distanciándose de la tradición cristiana sin saber buscar un vínculo con la antigüedad, huérfana de su pasado (69). Señala Gil Fernández: “…en el siglo XVIII no fue Grecia, sino Roma, el modelo que los franceses y americanos tomaron para llevar a cabo sus respectivas revoluciones”. Para aseverarlo se apoya en M. H. Hansen que afirma: “Los Padres fundadores que se reunieron en Filadelfia en 1787 no instauraron un Consejo del Areópago; sino ese Senado que, en su momento, se reunía en el Capitolio. La constitución francesa de 1799, ideada por Siéyès, no tenía un colegio de strategoi, sino un triunvirato de cónsules” (70).

 

  1. Postfatio

Concluyo formulando votos para que este viejo continente siga contribuyendo a la (re)construcción y defensa de la civilización que nos ha albergado y en la que nos hemos desarrollado. Esperemos, esperamos, que pueda hacerse realidad la sentencia -convencida y sentida-, que hace años formulaba María Zambrano: “Europa es lo único en la historia que no puede morir del todo; lo único que puede resucitar. Y este principio de resurrección será el mismo que el de su vida y el de su transitoria muerte” (71).

Y lo que es necesario para que este “augurio” se cumpla -en este tiempo de hondísima crisis que se funde con una pérdida de “identidad”-, es que Europa “encuentre sus raíces, crea en ellas y sea capaz de vivificarlas”.

 

 

 

Federico Fernández de Buján
Catedrático de Derecho Romano de la UNED. Socio de la Sociedad Erasmiana y Académico de número de la Real de Doctores de España

 

Bibliografía


epistemai.es – Revista digital de la Sociedad Erasmiana de Málaga – ISSN: 2697-2468
Fernández de Buján F. Genealogía de Europa. epistemai.es [revista en Internet] 2025 febrero (25). Disponible en: http://epistemai.es/archivos/8410

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