Dosis sola facit venenum

 

Hoy, 530 años después de su nacimiento, Paracelso se nos muestra como un Erasmiano casi perfecto –en el sentido amplio y moderno del término- y enorme innovador, tanto en la adquisición itinerante de conocimientos -como un Erasmus de hoy – como en la posterior enseñanza libre y sin prejuicios de estos. Un hombre adelantado a su época; inclasificable por su enorme capacidad de abarcar campos que parecían inconexos. Alabado y denostado por igual, fue capaz de generar filias y fobias como pocas veces se ha conseguido a lo largo de la historia

 

El hombre

Theophrastus Phillippus Aureolus Bombastus von Hohenheim; autonombrado Paracelso o Teofrasto Paracelso (Zúrich 1493 – Salzburgo 1541). Alquimista, médico y astrólogo suizo; coetáneo de nuestro Carlos I (Gante 1500 – Yuste 1558) y de Erasmo (Rotterdam 1466 – Basilea 1536) fue todo lo anterior y más, ya que es considerado el padre de la moderna toxicología y, dado que fabricaba los remedios que usaba doquiera que iba, obviamente boticario. Y también como el primer anestesista gracias al uso del láudano en sus pacientes.

El Renacimiento fue la época en la que Miguel Ángel esculpió su Piedad, Nicolás Copérnico dio a conocer su Teoría Heliocéntrica, Cristóbal Colón descubrió América, Guttemberg inventó la imprenta, y en la que vivió Leonardo da Vinci, arquitecto, inventor, ingeniero, anatomista, fisiólogo y pintor. En este increíble momento mágico de la humanidad, vivió también Phillippus Aureolus, quien tomó primero el seudónimo de Theophrastus Bombastus y más tarde el nombre de Paracelsus (superior a Celso).

Médico y alquimista, estudió en la universidad de Viena y se hizo conocido por haber quemado públicamente las obras del famoso médico romano Galeno, defensor de la teoría de los cuatro humores de Hipócrates, cuestionando con este gesto gran parte de los conocimientos defendidos hasta entonces en la práctica médica.

Nacido y criado en Einsiedeln (Suiza), era hijo del médico, botánico y alquimista suabo Wilhelm Bombast von Hohenheim y de madre suiza, Elsa Ochsner (1), cuidadora del alberge para peregrinos de su localidad natal y fallecida cuando Paracelso contaba tan sólo ocho años.

Su padre le llevaba con él a visitar a los enfermos desde la temprana edad de seis años. En su juventud trabajó en las minas como analista. La familia se trasladó en 1502 a Villach, en Carintia. Allí trabajó en las minas de los Fugger, banqueros imperiales. A los 16 años comenzó sus estudios en la Universidad de Basilea, y más tarde en Viena; completando sus conocimientos médicos en Ferrara, donde debió de tener como maestros a Leoniceno y Manardo, este último adversario crítico de la astrología. No está probado que llegara a alcanzar el grado de doctor, pero sí alguno de los grados intermedios que en aquella época se concedían, ya que consta como doctor in utraque medicina por la Universidad de Ferrara en 1515 o 1516.

No obstante, con grado de doctor o sin él, los expertos de su obra afirman que conocía muy bien los textos médicos clásicos, pero fue incapaz de aceptarlos sin crítica.

Consta que trabajó como cirujano militar al servicio de Venecia en 1522, por lo que es probable que estuviese implicado en campañas militares al servicio de la Serenísima entre 1517 y 1524 en Países Bajos, Escandinavia, Prusia, Tartaria y, posiblemente, el cercano Oriente. Discrepaba frontalmente de la idea que entonces tenían sus colegas médicos de considerar la cirugía como una actividad marginal, relegada a los barberos.

Figura imprescindible del Renacimiento en los campos de la farmacia, medicina y alquimia, aportó su particular visión sobre la medicina, que constituyó toda una revolución frente al pensamiento establecido en el siglo XVI. Aclamado por unos y despreciado por otros, las teorías de Paracelso y su influencia en la historia de la ciencia médica han llegado hasta nuestros días; pese a que en su tiempo llegó a ser calificado de loco, charlatán y visionario, fue, sin lugar a duda, un hombre movido por un enorme afán de conocimientos, si bien con una desbordante imaginación. Este afán le llevó a buscar casi de manera obsesiva la piedra filosofal, una sustancia alquímica desconocida capaz –entre otras cosas– de convertir el plomo en oro, así como de proporcionar el elixir de la eterna juventud.

Su agitada vida no estuvo exenta de aventuras, aunque también fue un extraordinario investigador. De hecho, se le considera el padre de ciencias como la toxicología y la farmacología modernas. Paracelso estudió en profundidad todos los tratados médicos de su época, pero considerando que había superado con creces aquellos antiguos conocimientos, se sabe que una noche de San Juan llegó a arrojar al fuego obras tan emblemáticas como el Canon de Medicina de Avicena y las obras completas de Galeno mientras gritaba: «En las correas de mis zapatos hay más sabiduría que en todos esos libros».

Una vez reconocido como médico, bajo la protección del erudito y reformista Juan Ecolampadio, Paracelso fue reclamado a Basilea, ciudad que era en aquel momento uno de los principales centros del humanismo renacentista, para atender al conocido editor Frobenius, a quien parece que salvó de la amputación de una pierna. Allí conoció al gran humanista Erasmo de Róterdam y al librero Wolfgang Lachner. Propuesto más tarde para que ocupara la plaza de médico municipal de Basilea, esto le permitió dar clases en su Universidad desde 1526, convirtiéndose –a sus 34 años- en el profesor más joven del claustro.

De nuevo volvió a mostrar su rebeldía y chocó con las autoridades académicas. Publicó un manifiesto en el que expresaba su disconformidad con la medicina hipocrática y galénica. Siguió dando clases basándose en su experiencia y junto a la cama de los enfermos. Frente al latín de los demás profesores, utilizaba la lengua vernácula –alemán– y admitía entre sus alumnos a barberos cirujanos. Como lógica consecuencia para los tiempos que corrían, fue expulsado. Frobenius, su mentor, murió y su impopularidad fue en aumento, hasta el punto de que tuvo que dejar la ciudad al ganarse la animadversión de sus colegas, entre otros motivos por declarar –con aspereza– que la medicina se podía aprender, pero nunca se podía enseñar.

En 1528, en vista de los frecuentes enfrentamientos que tenía con sus colegas médicos y también con los farmacéuticos, quienes entre otras lindezas lo motejaban de loco y charlatán, decidió abandonar definitivamente Basilea y trasladarse muy cerca de Stuttgart, en Alemania.

Durante la época en la que Paracelso ejerció en Austria, Suiza y Alemania se ganó fama de buen médico, pero sin embargo su desatada elocuencia le siguió acarreando la enemistad de sus colegas. Y es que, a pesar de sus logros de carácter científico, también daba absoluto crédito a la magia, la astrología y la alquimia.

Viajó por el centro de Europa, y en 1533, en el Tirol, compuso el primer texto de medicina laboral que se conoce en la literatura médica europea, La enfermedad de las alturas. En 1536, en Baviera, publicó otro de sus importantes libros, Cirugía Magna. Se le debe también un valioso estudio monográfico de la sífilis.

Murió a la edad de 47 años en las cercanías de Salzburgo, el 24 de septiembre de 1541, al parecer asesinado por unos salteadores de caminos; indigente y abandonado, sus restos fueron enterrados según sus deseos en el cementerio de la iglesia de San Sebastián de dicha ciudad.

 

Sus ideas

A pesar de haber recibido una formación universitaria, Paracelso se oponía a la enseñanza reglada de la medicina y chocó con el establishment médico y académico. Cuestionó los textos de Hipócrates, Galeno, Avicena y otros autores clásicos, e incluso quemó públicamente algunos de sus libros. Dio la importancia debida a la experimentación y al empirismo y dictó sus clases y enseñanzas en alemán, su lengua vernácula, acercando así el saber a clases sociales menos ilustradas y favorecidas.

Dosis sola facit venenum. Sólo la dosis hace el veneno. Paracelso consideró al universo como una gran farmacia y a Dios como el Boticario Supremo. En su obra todo elemento natural se convierte en fármaco; siempre que el médico, mediante la observación y la alquimia, sepa descubrir sus diversos modos de acción sobre el organismo.

Así el hombre, entre Dios y la naturaleza, debe erigirse en el explorador y administrador de tales tesoros curativos. Paracelso, transgresor e innovador siempre, trasciende la idea de que el médico es un “servidor de la naturaleza”. Según sus ideas: enfermedad y remedio «se atraían” y el médico debía hacer lo posible para encontrarlo de entre los que la naturaleza donaba; por ello no nos debería resultar extraña su facilidad para utilizar medicamentos químicos o de origen mineral, frente a los cuales los clásicos y los médicos de su época fueron tan cautos.

Al considerar químico el origen de la enfermedad, buscó también en la alquimia los medios para combatirla. Nació así el concepto de arcano cómo ente inmortal existente en todo lo que cura, es decir algo inmaterial que tiene en sí poder de generar, transformar, cambiar y renovar los cuerpos, produciendo la curación o protegiéndolos de la enfermedad y así influyendo directamente sobre la vida. Para Paracelso el mundo estaba lleno de arcanos que Dios, Sumo Boticario, había creado y puesto en él, para que el hombre los buscara y estudiara hasta ser capaz de conocerlos y aplicarlos.

Si una sustancia no tiene efecto a una concentración alta, tampoco lo tendrá a concentraciones menores. Este es el principio clásico del análisis toxicológico para la regulación de sustancias químicas.

Pero lo que realmente interesaba a Paracelso era el orden cósmico, y lo halló en la tradición astrológica. La doctrina del astrum in corpore es su idea capital. Fiel a la concepción del hombre como microcosmos, puso el firmamento en el cuerpo del hombre y lo designó como astrum. Fue para él un cielo endosomático cuyo curso estelar no coincide con el cielo astronómico, sino con la constelación individual que comienza con el ascendente personal u horóscopo.

En lugar de seguir las tradiciones antiguas, heredadas de los griegos y los árabes, propuso que la práctica médica se basara en principios de la alquimia y la astronomía. Él creía que los seres humanos somos un microcosmos y que un buen médico no es el que más se prepara académicamente, sino el que mejor entiende la naturaleza y el orden cósmico. Pensaba –y lo decía– que solo los médicos con este talento innato debían practicar la medicina. Uno de sus principios fue: Únicamente un hombre virtuoso puede ser buen médico. Según su teoría la medicina se basa en cuatro pilares: astronomía, ciencias naturales, química y amor.

A él se le atribuye la idea de que los cuatro elementos (tierra, fuego, aire y agua) pertenecían a criaturas fantásticas que existían antes del mundo. Así pues, la tierra pertenecería a los gnomos, el agua a las nereidas (ninfas acuáticas), el aire a los silfos (espíritus del viento) y el fuego a las salamandras (hadas de fuego). Se adelantó siglos a J.R. Tolkien.

Paracelso, no obstante, y en alguna medida, aceptó los temperamentos galénicos y los asoció a los cuatro sabores fundamentales. Esta asociación tuvo tal difusión en su época que aún hoy en día, en lenguaje coloquial, nos referimos a un carácter dulce (tranquilo), amargo (colérico), salado (dicharachero) y ácido (melancólico).

Por otro lado, Paracelso creía que la clave para sanar era separar lo puro de lo impuro y esto se lograba a través de la alquimia:

«Muchos han dicho de la alquimia que es para hacer oro y plata. Para mí no es el objetivo, sino considerar qué virtud y poder hay en la medicina. Es de gran importancia que la alquimia se entienda en la medicina, debido a las virtudes latentes que residen en las cosas naturales, que pueden no ser evidentes para nadie, salvo en la medida en que sean reveladas por la alquimia.»

Para separar principios químicos y minerales Paracelso –como alquimista práctico– utilizaba tres métodos: la destilación, la calcinación y la sublimación. Todos estos procesos producían sustancias más puras, intensas y poderosas. La alquimia para él no era solo un método para adquirir medicamentos en estado puro, era algo mucho más místico; creía que las plantas y minerales tenían fuerzas ocultas y que solo un médico inspirado por Dios (y eso no lo daba un título universitario) podía reconocer y separar esas fuerzas –arcanos– que tenían el poder espiritual para sanar. Veía la purificación y la separación del espíritu de lo material como algo divino y creía que la medicina que él practicaba era profundamente cristiana y había llegado para reemplazar a la medicina pagana de Hipócrates y Galeno.

Wer Krakheiten heilen kann, ist Arzt … (Paracelsus).

«Aquel que puede curar enfermedades es médico. Ni los emperadores ni los papas, ni las escuelas superiores pueden crear médicos. Pueden conferir privilegios y hacer que una persona que no es médico aparezca como si lo fuera. Pueden darle permiso para matar, pero no pueden darle el poder de sanar.”

Por sentencias y frases como ésta fue expulsado de la Universidad de Basilea, ya que atentaban claramente contra la enseñanza reglada de la medicina.

Sus ideas –emanadas de un carácter visionario, complejo y díscolo– provocaron que se enemistara con todo el ámbito académico. Tras proferir frases como las anteriores sus colegas empezaron a atacarle, poniendo especial énfasis en su poco agraciado aspecto físico; Paracelso empezó a ser motivo de burla por ser de baja estatura, calvo y con tendencia a la obesidad (quizá por aquel motivo el científico siempre prefiriese la compañía de los más necesitados). A pesar de todo, siguió innovando y decidió empezar a dar sus clases en alemán con el fin de que estas llegaran al mayor número posible de oyentes.

En cuanto al porqué de las enfermedades, según Paracelso existían cinco posibles causas: la acción de los astros, la acción tóxica de los alimentos, la herencia y la constitución, ciertos factores anímicos y la voluntad divina. Asimismo, sostenía que el hombre, microcosmos, formaba parte de una entidad mayor, el universo o macrocosmos, integrado por elementos como el azufre, el mercurio o la sal, ordenados por un principio vital denominado arqueus.

Para él, la medicina era una ciencia fundamental debido a la unión que en ella se da entre la naturaleza y el arte de manipularla, y porque su estudio podía iluminar la relación entre el mundo exterior y el mundo interior. Asimismo, creía que el único modo de avanzar científicamente era con la experimentación apoyada en una teoría (una idea absolutamente moderna), pues afirmaba que sin el experimento y la práctica no se puede conocer la realidad, aunque también creía en la importancia de la especulación y la teoría, ya que pensaba que sin ellas el conocimiento no es sino un conjunto de reglas estériles.

Tras su temprana muerte, sus seguidores fueron en aumento, especialmente en Francia y Alemania, aunque también lo hicieron en otros lugares, como en la España de los siglos XVI y XVII, e incluso entre los ilustrados del XVIII. De hecho, entre todas sus teorías, fueron las biológicas y las alquímicas las que contaron con un mayor número de adeptos.

A Paracelso se debe también la idea de que un médico debe sentir empatía por sus pacientes para poder curarlos, un concepto que ha llegado hasta nuestros días y que no puede ser más contemporáneo:

«El médico ha de ser leal y caritativo. El egoísta muy poco hará en favor de sus enfermos. Conocer las experiencias de los demás es muy importante para un médico.»

Y para concluir, Paracelso se adhirió en otros lugares de su obra a la trina ordenación que San Pablo estableció en los modos de operación del ser humano: cuerpo, alma y espíritu:

“El espíritu del hombre no es el cuerpo, no es el alma, sino un tertium… sobre el alma y sobre el cuerpo.”

Para él la unidad viviente de cada hombre es y tiene que ser algo más que la fusión de un cuerpo animal y un cuerpo sidéreo. Hay también en ella un cuerpo invisible no sometido al médico, procedente del soplo divino y ajeno a la influencia de los astros. Gracias a ese cuerpo invisible es el hombre una criatura eterna, libre, equiparable a los ángeles, superior a la naturaleza y capaz de resurrección. Bien se ve que Paracelso se está refiriendo al espíritu (Geist), y así llama otras veces a este sumo principio de la realidad humana.

Son terrenos a los cuales, otro coetáneo suyo, Miguel Servet (Villanueva de Sigena 1511 – Ginebra 1553) se acercó demasiado y terminó, literalmente, abrasado en la hoguera calvinista por la intolerancia protestante. La Inquisición no sólo fue la Católica Inquisición, que por otra parte también le buscó y condenó en efigie. En todos los lugares se levantan, ayer y hoy, patíbulos como barrera contra las ideas (2).

 

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epistemai.es – Revista digital de la Sociedad Erasmiana de Málaga – ISSN: 2697-2468
Pérez Frías J, García-Agua N, Medina I. Dosis sola facit venenum. epistemai.es 2023 junio (20). Disponible en: http://epistemai.es/archivos/5962

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