A palos con la ortografía. Dale no más

 

Las faltas de ortografía son un problema de herencia. Ocurre con ella lo mismo que con la ropa que en tiempos de escasez los hijos heredan de los padres. Tras su oportuno apaño y acomodo, nunca se ajusta como un traje medida. Cuando no tira de aquí, cuelga de allá… Si a esto se añade el prurito de la marca, la cosa se complica aún más, pues ha de preservarse el prestigio del abolengo.

Llevaba el hombre unos cinco mil años de civilización (cultura de la civitas, y sólo ésta) y ya empezaba a estar cansado de que las palabras se las llevara el viento (verba volant). Así que empezó a imaginar el modo de impedirlo y de que lo importante para él permaneciera indeleble. Los innominados pueblos que recorrieron la Europa templada dejaron en las piedras signos, que, aun siendo intraducibles, distan mucho de confundirse con las marcas que deja la soga en el brocal de un pozo de tanto sacar agua. Se trata de rasguños pétreos hechos a conciencia, sólo comprensibles para los que entonces estaban en ello.

Del otro lado del Mediterráneo, en Mesopotamia (actual Irak y aledaños, más o menos), idearon un sistema de trazos en forma de cuña, impresos en tejuelas de barro, que luego cocían para darles consistencia. Esto fue doblemente práctico, pues a la comodidad de fabricación unía la facilidad de transporte y de conservación en algún lugar de la casa. Su primera función parece ser que fue la contable: dejar constancia de las cabras y ovejas que el rico tenía en el corral y evitar tener que discutir todos los días con el pastor. Más o menos como las muescas que el panadero hacía en la tarja cuando de niños íbamos a buscar el pan a la panadería del pueblo. Salvando esta excesiva simplificación, cabe añadir que dicho sistema de escritura no dio mucho de sí y el tiempo lo arrinconó en aquel paraje del mapamundi.

Los egipcios, más mañosos y artistas, optaron por pintar objetos, caras y símbolos de acciones e ideas abstractas, ordenándolas ingeniosamente. Pero tenían su truco, que sólo el escriba estaba en el secreto de lo consignado. Era una escritura incomprensible (sagrada, iero-glifo), reservada al arcano, que hasta el siglo XIX no se logró descifrar. Mejor dicho, Jean-François Champollion logró descifrar entre 1822 y 1824, gracias a la estela trilingüe encontrada en Roseta. Luego, con el tiempo, los propios egipcios fueron haciéndose más prácticos y simplificaron los ideogramas reduciendo los signos gráficos que recoge el sistema ‘demótico’.

Los fenicios, de naturaleza traficantes, tomaron como base dicho sistema demótico de escritura y confeccionaron su ‘alefato’. Y lo fueron difundiendo a ambos lados del Mediterráneo por donde iban llevando sus mercancías. Tenía un problema esencial, y es que sólo contenía una vocal, alef (correspondiente a la vaca de los egipcios). Los demás elementos de su sistema grafemático eran consonantes, como sigue ocurriendo con los idiomas semíticos.

Los griegos, que no eran menos traficantes que los fenicios, adoptaron de mil amores su alefato; pero, del mismo modo que los fenicios habían adaptado el sistema fonográfico egipcio, adaptándolo al suyo propio, los griegos hicieron otro tanto con él, enriqueciéndolo hasta duplicarlo y conformar su alfabeto. De entrada le añadieron todas las vocales –que eran dobles: largas y breves (eta / épsilon, iota / ípsilon, ómicron / omega), más un complejo sistema de acentos y espíritus (ásperos y suaves).

Los romanos, al heredado de los etruscos (s. VII a.C.), añadieron el heredado del griego (s. III a. C.), pero se encontraron con la obligación de adaptarlo a su sistema fonológico. De entrada –resumiendo–, suprimieron la duplicidad de vocales, y tradujeron por el grafema /h/ el espíritu áspero (/῾/ aspirado). Luego a la beta (β) añadieron la ípsilon (υ) con sonido /u/; pero con el tiempo, dicha /u/ se duplicó en /u/ y en /v/ (/u/ pronunciada /v/: ‘uve’). Así, el oïkos griego (casa, vivienda, eco-sistema…) se convertirá en el uicus latino, luego pronunciado vicus (vico, vecino…).

Cuando en torno al siglo X de nuestra era empiezan a surgir las lenguas neolatinas, forzosamente utilizan el alfabeto latino, que a su vez han de ir acomodando a los sistemas fonológicos de cada nueva lengua. Cinco siglos después, con el Renacimiento, una oleada de términos griegos y latinos viene a sumarse a lo que buenamente cada pueblo de la romania había ido creando. El resultado es una duplicidad de términos ‘cultos’ y derivados o ‘populares’. Véase (pertica>) pértiga y percha, (collocare>) colocar y colgar… Quizá los dobletes más sobresalientes sean los participios pasados dobles (llenado / lleno, vaciado / vacío, freído / frito, bendecido / bendito, imprimido / impreso…), cuyo uso se ve tan maltratado por desconocido. Ya he dicho en alguna otra ocasión que a dicha duplicidad (popular y culta) corresponde un auxiliar diferente: al auxiliar activo (haber) deberá seguir el participio popular o derivado; y al auxiliar pasivo (estar) deberá seguir el participio culto. Así, yo he vaciado un vaso y el vaso está vacío; yo he llenado un vaso y el vaso está lleno; yo he freído un huevo y el huevo está frito; yo he imprimido un documento y el documento está impreso; el cura ha bendecido la medalla y la medalla está bendita. Y así. De modo que, cuando ahora se repite tanto lo de la «España vaciada» (en lugar de la España vacía), nos lleva a pensar de inmediato en el malvado autor de tan perversos designios.

Para terminar esta sucinta historia, diré que a los males que aquejan a la ortografía –no son exclusivos del español, cada idioma tiene los suyos, aunque todos de la misma naturaleza–, hay que añadir el relativo al abolengo del que hablaba al principio, es decir, a la etimología. Ésta nos ayuda a seguir el rastro de cada palabra y por tanto a conocer su significado original; pero a la vez, impide ajustar su grafía al estado actual de su evolución (por ejemplo, la unificación de /b/ y /v/ en un mismo y único fonema /b/ en gran parte de la geografía hispanófona; o la nula aspiración que originariamente representa la /h/ (Sólo en el español meridional se oyen cosas como «darse una jartá de jigos»; o pronunciar la /v/ como resultado de la aspiración de la consonante final: «no῾ vamo῾ a ve῾ pronto…»). Igualmente ocurre con la asimilación de los fonemas representados originalmente por los grafemas /y/ y /ll/. O, por último, la duplicidad de grafemas (/g/ y /j/) para un mismo fonema velar sordo.

A los problemas ortográficos sólo la etimología y las leyes de la evolución fonética dan respuesta. En principio, para una palabra latina como mulier, el romance español ha dado históricamente dos respuestas: ‘muger’ (grabado en piedra en el arco del pabellón real de la plaza mayor de Salamanca) y ‘mujer’ (actual). Pero, en cualquier caso, nada imposible de superar tras los más de veinte años de ‘estudio’ que contemplan los actuales planes de enseñanza.

Allá por la última década del siglo pasado abrí una carpeta con este epígrafe: «La gramática en la prensa». Y empecé –animoso– a recoger especímenes hasta que, viéndome anegado, desistí del empeño. De aquella cosecha extraigo dos: “pararrallos”, “hacercarse”.

«Inspección de pararrallos radiactivos en Mijas» (ABC_And 1991-12-27p42). No se entiende a qué “rallos” viene tanto titular dislocado, cuando en el texto todos los rayos caen donde deben. ¡Y eso que es el ABC de la ortografía! Son ganas de llamar la atención… Para compensar, remito al sabroso artículo «Requiem por la elle» que tres años después publicaba Emilio Alarcos Llorach el 15 de noviembre de 1994 en la tercera de ABC. De él entresaco dos párrafos. Uno, relativo al uso práctico que dicha pérdida representa: «… la comunicación en nuestra lengua no sufre demasiado con tan sensible pérdida, puesto que el sonido de elle sólo en muy escasas ocasiones sirve para mantener distintos los significados de ciertas palabras, como “callado” y “cayado”, “halla” y “haya”, “valla” y “vaya”, “olla”, y “hoya”, etcétera. No hay en general peligros de ambigüedad o equívoco, porque el contexto suele dilucidar el sentido apropiado». Y el segundo párrafo, relativo a la graciosa anécdota generada por dicha confusión fonética: «… la otra semana, cuando tuve oportunidad de citar al honorable presidente de la Generalidad de Cataluña, le llamé respetuosamente don Jorge Poyuelo. Porque de sobra se conoce que en catalán “pujol” es a “puig”, como en español “poyuelo” sería a “poyo”. Todos términos derivados del latín “podium”. Y he aquí que la distinción de los sonidos de ye y de elle, de que venimos tratando y que caracteriza a la mayoría de los hablantes y oyentes del español, me ha jugado una mala pasada, pues les ha hecho interpretar mal mi traducción, como si yo hubiese articulado “Poyuelo” (con elle), diminutivo de “pollo”, derivado conocido del latín “pullus” (que en catalán, es como bien se sabe, “pollastre”). Con este leve motivo se irguió, enseguida, la pedantería de algunos, que explicaron muy doctos que “pujol” no significa “polluelo”. Ya lo sabíamos…». Concluyo que, si bien el contexto compensa la deficiente pronunciación, la ortografía no encuentra compensación en nada. Y ese titular quedará para siempre clavado como un puñal en mi retina y hasta en mi pituitaria.

 

«Juan José Arreola, incansable, no pudo evitar hacercarse a Manuel Chaves y contarle sus impresiones sobre el discurso de clausura» –reza el pie de foto– (D16 1993-02-27p35).

Imagino que aquí la falsa etimología debió jugarle una mala pasada a la periodista: acercarse, de ‘hacer’ y ‘carse’, la llevó a cis-carse en la ortografía. Lo malo es que quedó grabado para la posteridad.

En mis tiempos de actividad docente no eran pocos los alumnos que, ante una explicación lingüística, replicaban que así no era el común hablar de la gente. Y, concediendo gustoso su réplica, me veía forzado a hacerles la siguiente reflexión: de ser ese el criterio decisivo, debería prescindirse de la enseñanza, por superflua e inútil. Y así parece ser, porque si, después de la infantil, primaria, secundaria y universitaria –en total, veintitantos años–, se pone en tela de juicio su valor y se ven tan pobres resultados, es al menos legítimo preguntárselo.

No sabría decir por qué, pero lo cierto es que a partir de los años ochenta del siglo pasado han prevalecido en la práctica docente los estudios estructurales (globales) de la lengua (fenómeno común a todo el mundo occidental) sobre los gramaticales. Hasta el punto de verse despreciados y casi omitidos en los programas docentes. Algo tan absurdo como pretender que un arquitecto pudiera construir la estructura de un edificio sin conocer la naturaleza de sus elementos, sin saber qué es un ladrillo.

A esto viene a añadirse la corriente pedagógica de desmitificación del error gramatical. Si en la práctica docente anterior se desmesuró su importancia (“la letra con sangre entra”), en la posterior se despreció su impertinencia (cuiusvis hominis est errare… Es propio del hombre equivocarse –olvidando su secuencia–, pero sólo del necio permanecer en el error). Y cabe, como siempre, la solución intermedia (in medio est virtus, la aurea mediocritas), que es la gran olvidada.

 

 

Quintín Calle Carabias
Doctor en Filología Moderna, profesor titular de la UMA y Presidente de la SEMA


epistemai.es – Revista digital de la Sociedad Erasmiana de Málaga – ISSN: 2697-2468
Calle Carabias, Q. A palos con la ortografía. Dale no más. epistemai.es [revista en Internet] 2023 febrero (19). Disponible en: http://epistemai.es/archivos/5599

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