Sexo fluido y género tonto

 

El mundo gira y gira… –canta Modugno–, pero en los cuatro mil millones largos de años que viene haciéndolo no se había vuelto loco. Ni tan siquiera había dado síntomas de mareo. De pronto el viejo mito se convierte en metoo y acorta la distancia entre el inglés y las ingles. Una tilde que casi todos los aspirantes a ingresar en la universidad omitían en el encabezado de la prueba homónima y de este expeditivo modo el «examen de idioma extranjero: inglés» quedaba obscenamente reducido a examen de ʻinglesʼ. Claro que otro tanto ocurría con el de francés, pero la carencia de correlato fisiológico dejaba al ʻfrancesʼ en mero comparsa premonitorio del deslizamiento hacia lo indefinido. La citación pública de los inscritos en la prueba venía ya anunciándolo en las últimas convocatorias: –Gumersinda Jarabeque Alcornocales (nombre supuesto), gritaba a pleno pulmón el convocante, cuyos aplatados ojos no acababan de creer que, quien decididamente respondía ʻyoʼ, era un tío con toda la barba y la voz más grave que un sacabuche.

No siendo yo hombre de leyes, evitaré husmear en legislaciones recientes, debeladoras de la honestidad: se es honesto de la cintura para abajo; y honrado, de la cintura para arriba. ¡Hagan juego, que las palabras están en almoneda: Rien ne va plus! Llamar ʻhonestoʼ al dilapidador de fondos públicos en un prostíbulo es, para mí, una de las principales causas del calentamiento global. La suma de los adjetivos que podrían calificar tal apelación no daría razón ni fe (por increíble) del daño que hacen al idioma.

Las cuitas por la lengua vienen de lejos, de siglos. Recientemente, el 11 de octubre de 1991, víspera del Día de la Hispanidad (¡conmemoración propuesta por Argentina!), Camilo José Cela lanzaba en La Tercera de ABC un «Aviso de la defensa del español», donde, entre otras cosas, decía que “Los españoles hemos visto cómo se perdía el español en las Filipinas, cómo va camino de perderse en Guinea, en el Sahara y, iay!, entre los hijos de los emigrantes españoles a Europa, cómo no supimos enseñárselo a los rifeños y cómo lo zarandeamos y vapuleamos entre nosotros; parece ser que, por fin y en buena hora, estamos conjurando, atajando, el peligro de que nuestros nietos tuvieran que llorar la pérdida del español en la Península Ibérica”. Pues qué mal conjuro…

El 24 de noviembre de 2004 Francisco Rodríguez Adrados centraba el problema en otra Tercera de ABC: «Palabras como chicles». Comienza así: “El léxico español está cambiando, como todo léxico al cambiar las circunstancias sociales y culturales. Lo malo es que algunos de estos cambios son muy forzados, provienen de pequeños grupos que usan el léxico para imponer sus ideas. Estiran las palabras como chicles”. Y concluye poniendo el dedo en la llaga: “Son las palabras chicle, estiradas con toda intención por grupos influyentes. Y van al BOE derechas. Luego a la realidad de las cosas”. ¡Ahí le has dado! –decía Pepe Isbert en El verdugo–.

El 31 de enero de 2016 Pedro Álvarez de Miranda decía en la página 64 de El País: «O todos o ninguno». Y empezaba así: “En El PAÍS del pasado 18 de enero se ha publicado un artículo de una dirigente de un partido político. Se titula ¿Legalidad o atropello democrático? Una propuesta para Pedro Sánchez. No voy a entrar en absoluto a opinar sobre su contenido –sí tan solo sobre el continente lingüístico–, por lo que el nombre de quien lo firma es lo de menos”. Y el propio periódico extracta lo sustancial de la queja de Álvarez de Miranda: “Duplicar los sustantivos en masculino y femenino para evitar el sexismo lingüístico lleva, en ocasiones, a situaciones agotadoras. […] En vez de ‘te presto un diputado y me lo devuelves’, ‘te presto un diputado o una diputada y me lo o la devuelves’. […] Echemos cuentas: el texto publicado tiene 970 palabras. En la versión impecablemente no discriminatoria pasaría de las 1000”.

Hasta aquí, tres muestras del devenir social de un mismo problema lingüístico, con años de por medio: 1991, 2004 y 2016. Socialmente este asunto sigue preocupando más de lo que parece y buen ejemplo de ello es la frecuencia con la que, oportuna o inoportunamente, aparece en los escritos recientes. César Antonio Molina, en artículo sin relación alguna con nuestro caso, suelta esto: “Dentro del Gobierno está sucediendo que la guerra no va sólo entre los aliados de la extrema izquierda líquida, sino entre todos contra todos-as-es [sic]”. («Nuestro pirómano de guardia», El Mundo, 2022-08-09p11). El acertado hallazgo de Zygmunt Bauman acerca de la ‘modernidad líquida’ hizo fortuna y desde entonces se habla, se habla, se habla, bla, bla, bla…, que no otra cosa es «prolijo» (<prolix, proliks, pro-líquido, algo que fluye sin parar, como el agua de un grifo antes de la sequía).

Un solo ejemplo más de la persistencia en la prensa del tema que nos ocupa: “…mientras mantengamos en términos administrativos un código civil binario de dos géneros y no lo unifiquemos o complejicemos, el trasvase voluntario de uno al otro sin atenerse a requisito alguno parece algo lo suficientemente controvertido como para meditarlo con calma”. Y unas líneas después añade: “Por la misma regla de tres que ‘nosotras’ incluye al ‘nosotros’, cabe imaginar que ‘nosotres’ cumpla con esa misma función y por ende no sea necesario explicitar ‘todos, todas y todes’ al englobarse las tres categorías en esta última”. (Roberto R. Aramayo, «La hibridez simbólica de nuestra personalidad», Sur (Málaga), 2022-08-07p25).

¡Vihe de Carme, llévame pronto! –dice el viejo espetero en la Perita Beach de Idígoras y Pachi–. Ninguno de los dos últimos citados es lingüista. El último además es filósofo… Sólo es una muestra de lo revuelto que anda el patio y de lo atontado que anda el género.

Lingüísticamente –único campo en el que quiero moverme–, no entiendo el afán por descubrir lo evidente. Mientras el señor Aramayo propone la desinencia –es para un presunto género común (¡como si éste no existiera ya!), la propia Real Academia propone el masculino genérico, como si eso pudiera ser. Además, si con un ʻgenéricoʼ podemos resolverle el catarro a la lengua, ¿para qué discutir más? ¡Fuera géneros! El inglés nos ha ganado una vez más la delantera: un par de pronombres en singular (he/she, porque el plural they es genérico), resuelven el asunto por las bravas. Los adjetivos ingleses no tienen ni número. El artículo the vale para un roto y para un descosido. Ahora, eso sí, cuando se ponen a teorizar confunden sex con gender. Y en lugar de ofrecer una peluquería para todos los públicos, la presentan como unisex. Todo no puede ser.

Lo lamentable es que, teniendo uno de los idiomas más logrados de cuantos se hablan en el mundo, nosotros –por ignorancia, confusión o maldad– pretendamos imitar lo que sólo la fuerza de los hechos (la derrota de Harold y sus anglosajones en Hastings en 1066) hizo que el inglés quedara encomendado a los pocos hablantes que vivieron cuatro siglos al margen de la sociedad francófona. No es nuestro caso. La deriva lingüística actual hay que atribuirla, por un lado, a la propia deriva social, en la que ‘enseñanza’, ‘educación’, ‘instrucción’ y ‘cultura’ se confunden groseramente; y por otro –como indicaba Adrados– al uso forzado de la lengua como instrumento para transformar la sociedad. ‘Poder’ frente a ‘autoridad’.

Pierre Guiraud, uno de los lingüistas más prestigiosos del siglo pasado en el país vecino, ponía de relieve las tensiones entre «Gramática y sociedad» –traduzco–: “Se discute apasionadamente el problema de las relaciones entre lengua y colectividad. No hay doctrina gramatical que no tome posición al respecto. Para la gramática lógica, la lengua es el reflejo de la sociedad; y la gramática, en particular, el reflejo de su lógica, de su actitud con respecto a las categorías de su lógica. Para la gramática historicista, la lengua está sometida a la acción inmediata de mecanismos propiamente lingüísticos (pronunciación, analogía, etc.), pero estos últimos dependen de causas históricas y, con ellos, la raza, las formas sociales, políticas y culturales condicionan finalmente el lenguaje. […] Para el simple estructuralista no existe relación directa entre el pensamiento y la forma lingüística. La lengua no es un sistema de pensamientos, sino de valores; y todo juicio acerca del sistema, su funcionamiento, su economía, carece de correlación con los pensamientos que los signos actualizan en la palabra.” (La grammaire, Presses Universitaires de France, col. Que sais-je?, 1970, pp. 104-105)

¿Y…? ¿Adónde nos lleva esto? Él mismo concluye que, “dada la diversidad de puntos de vista –traduzco–, me parece que toda expresión es el resultado de la tensión antagónica entre la forma del sistema y las exigencias del pensamiento. De modo que no puede haber valor sin proyección del pensamiento sobre la forma. Parece, pues, imposible que entre la lengua de un pueblo y su historia (en el sentido más amplio) no haya una relación profunda y esencial. Por otra parte, en el estado actual de nuestros conocimientos, observaciones, métodos de investigación y análisis, creo difícil establecer la naturaleza de esa relación con bases objetivas.” (op. cit., pp. 105-106)

Yo mismo estoy sorprendido de lo lejos que me ha llevado la frase que, en este calenturiento verano, leí de pasada y que me sacó de la modorra. Una reputada periodista especializada en asuntos jurídicos titulaba así su artículo en un diario de alcance nacional:

«ʻProcésʼ: el TS pide investigar a quienes colgaron fotos de una testigo protegido» (2022-07-15)

Dejando de lado la honestidad, la palabra ʻtestigoʼ (<lat. testiculum; testimonio <testes munere), se aplicaba únicamente al hombre, como es de razón. Luego, la historia del pensamiento muestra una gran generosidad semántica y, haciendo caso omiso de su origen, lo aplica con justicia a ambos sexos; con una condición: que su forma primigenia lo convierte en epiceno (no varía con el cambio de género): el testigo y la testigo. En el caso que nos trae aquí, la palabra ʻtestigoʼ es descaradamente femenina porque así lo anuncia su heraldo el artículo: ʻuna testigoʼ. Por tanto, el adjetivo debe guardar las formas y atenerse al protocolo: una testigo protegida. ¿Y por qué no ʻtestigaʼ? En esto remito a Cervantes, cuando, en su Viaje al Parnaso, se lamentaba: «Yo que siempre trabajo y me desvelo por parecer que tengo de poeta la gracia que no quiso darme el cielo…». A cada cual lo suyo.

 

 

Quintín Calle Carabias
Doctor en Filología Moderna, profesor titular de la UMA y Presidente de la SEMA


epistemai.es – Revista digital de la Sociedad Erasmiana de Málaga – ISSN: 2697-2468
Calle Carabias, Q. Sexo fluido y género tonto. epistemai.es [revista en Internet] 2022 octubre (18). Disponible en: http://epistemai.es/archivos/5070

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