Rafael de León o el sentimiento de la colectividad

 

Las canciones de Rafael de León, que tienen de manera casi exclusiva una temática amorosa, han sido la voz sentimental de toda una generación. Las canciones de amor se organizan bien como narraciones, con un planteamiento o presentación, un nudo y el correspondiente desenlace, o bien como exaltación lírica de la crisis amorosa: “No sé por dónde me vino / este querer sin sentir, / ni sé por qué desatino/todo cambió para mí. // ¿Por qué hasta el alma se me iluminó/con luces de aurora al anochecer? / ¿Por qué hasta el pulso se me desbocó / y toda mi sangre se puso de pie? (Me embrujaste).

Mediante una serie de motivos se fija una imagen simbólica del amor, imagen con la que los individuos se identifican, reaccionando ante ella según la historia propia. La simplicidad de estos motivos les permite configurarse mediante escenas de lenguaje muy sencillas que facilitan dicha identificación y remiten a un modelo de relación entre los sexos concebido desde la perspectiva patriarcal, asumido habitualmente por los personajes desde posturas de superioridad/inferioridad: “Haré lo se te antoje, lo que mande tu capricho, / que es mi corazón cometa y en tus manos está el ovillo, (…)” (Trece de mayo).

Rafael de León, al situar a sus protagonistas, a sus voces, en la franja de lo marginal social –Tatuaje, Ojos verdes– refleja una moral que en nada se identifica con los de las familias numerosas, ejercicios espirituales que patrocinaba la dictadura de Franco, patrocinio que se fija a partir de la firma del Concordato con la Santa Sede en 1952. Así, fulanas, marineros, gitanos, madrinas o cantaoras componen un mundo exaltado y violento que en nada casa con la moral oficial. Y es más: en el mensaje que las canciones contienen se pone de manifiesto que sólo “las picaditas de viruela”, “las niñas feas” o, “las vecinitas de enfrente” llegan, después de mucho esperar, al matrimonio.

Evidentemente, el arte de Rafael de León no es original por su temática o por sus personajes, sino por la utilización de fórmulas que remiten a universos sentimentales evocativos del habla coloquial hasta crear un discurso verosímil y asequible al gran público. Estos específicos recursos, asimismo presentan desde personajes ya configurados en la imaginación romántica como tonadilleras, toreros, bandoleros, aristócratas a escenarios evocadores de un mundo inexistente en la historia novelada de España: cafés cantantes, cortijos y palacios, configurándose como un sistema de fórmulas inalterables a lo largo de la producción de nuestro autor como marca personal. En cuanto a las fórmulas de dicción el lenguaje se simplifica al máximo.

Todo va configurado dentro de esquemas métricos que el poeta utiliza como vehículo básico para conseguir ese timbre popular. Sería prolija una enumeración de todas las variantes estróficas utilizadas en las canciones; resumamos diciendo que la flexibilidad y la facilidad para ajustarse a los diversos fraseos musicales es el factor más relevante.

Si entendemos que el discurso literario popular presenta unas formas narrativas peculiares, quizás sea la repetición una de sus cualidades más sobresalientes al ofrecer un mensaje de alta redundancia que concentra la atención del público en unos pocos aspectos del conflicto: “¿Dónde va la Mariana / anda que anda, corre que corre / vuela que vuela?…” (La Marian’). Otro factor a destacar es la eliminación de partes completas de la oración, lo que consigue acentuar la relación entre los miembros presentes: “Para mis manos, tumbagas. Pa’ mis caprichos, monedas…” (María de la O).

 

En cuanto a los personajes, un grupo lo forman los nombres propios individualizadores como las “doñas” -“Doña Sol”, “Doña Luz”- que remiten a un origen aristocrático, asociado con una visión decadente de su clase. Las ‘Lolas, Cármenes, Manuelas y Manolos’, nombres evocadores de los daguerrotipos originados en la visión romántica del sur, cuyo rasgo común es lo racial o atávico y lo sentimental. Los personajes se sitúan en áreas marginales donde lo esencial es la puesta en escena de un discurso amoroso: “Entre la gente de bronce que cantaba y que bebía / brillaba Lola Puñales; era una rosa flamenca que a los hombres envolvía / igual que los vendavales…” (Lola Puñales).

Similar a estos por su valor referencial son los nombres de la Historia de España, reducida a escenas del majismo cortesano: el mundo de aristócratas aplebeyadas y bandidos galantes como el descrito en Coplas de Luis Candelas: “Debajo de la capa de Luis Candelas / mi corazón amante vuela que vuela. / Madrid te está buscando para perderte / y yo te busco sólo para quererte…”. O las historias de amor de la realeza. “Una tarde de la primavera / Merceditas cambió de color / y Alfonsito, que estaba a su vera, fue y le dijo: ¿Qué tienes mi amor?…” (María de las Mercedes).

Finalmente, lo que podríamos llamar, los no-nombres, los ‘yo’ no identificados, connotativos de lo innombrable de la situación marginal de la querida o la prostituta. “Yo soy…ésa, / esa oscura clavellina / que va de esquina en esquina / volviendo atrás la cabeza (…) // Soy la que no tiene nombre, / la que a nadie le interesa, / la perdición de los hombres, / la que miente cuando besa…” (Yo soy ésa).

Existen asimismo fórmulas de introducción escénica donde se presenta al personaje en un marco geográfico desubicado: “Cuando nos vieron del brazo / cruzar platicando la calle Real / entre la gente del pueblo / fui la letanía de nunca acabar…”(Te he de querer mientras viva). O bien un marco geográfico tópico: “En Sevilla había una casa / y en la casa una ventana / y en la ventana una niña / que las rosas envidiaban…” (No te mires en el río). En ambos casos el escenario de la pasión es el marco andaluz fijado ya como lugar donde se produce el encuentro y la tragedia amorosa. De ahí que las referencias al mismo se limiten a simples denominaciones que poseen el poder evocativo del topónimo. También existen fórmulas del sentimiento amoroso. Si los personajes y lugares y sus rasgos de definición tanto física como social nos remiten a una tipología básica, la acción amorosa se reduce también a un formulario donde lo más característico es la experiencia trágica de la pasión: los celos: “Celos, dentro del sentido / y hasta la raíz del pelo, / desde que te he conocido / me están matando los celos…” (Celos). O bien la demanda de amor: “Dime que me quieres, dímelo por Dios, / aunque no lo sientas, aunque sea mentira, / pero dímelo…” (Dime que me quieres). O el odio, la venganza, la locura: “Y de novia y con mantilla, / por las calles de Sevilla, / va una pena pregonando / que ha perdido la razón…” (Dicen). O la frustración, el amor imposible: “Serrano, desde el minuto / que te fuiste de mi vera, / hasta el corazón de luto / se vistió la Piconera…” (Callejuela sin salida).

Del éxito de esta combinatoria, se puede deducir que la experiencia trágica del amor se ha convertido en una fijación del gusto popular, rastreable en los propios orígenes del melodrama y directamente entroncada con el resurgimiento del personaje femenino como objeto de compasión.

Estas son las fórmulas que articulan el discurso amoroso de Rafael de León. Indudablemente tenemos que pensar que los universos culturales surgen siempre de un contexto histórico-económico y, por supuesto, es casi imposible comprender en profundidad los primeros si dejamos de lado el segundo. Estas canciones se consumen en una época absolutamente necesitada de imágenes míticas en las que condensar deseos, aspiraciones y necesidades.

La complejidad del material y la dificultad para establecer con claridad los presupuestos creativos en la obra de Rafael de León se derivan de su situación, a mitad de camino entre la poética culta y la popular. Enraizada en la larga tradición del espectáculo musical de evasión, su obra, es la más representativa para estudiar el fenómeno del gusto popular; nadie como él estudió un código de personajes y acciones con tanta capacidad poética y comercial. Su facilidad para reproducir la voz de la gente le ha llevado a ser, escondido en una firma conjunta, el creador de unos versos que fueron la única experiencia poética de toda una generación. Tal reconocimiento es una deuda con uno de los personajes más cruciales para entender la cultura española de los últimos 50 años.

 

María Jesús Pérez Ortiz
Filóloga, catedrática y escritora


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