La religión en los fogones

 

Ángel Rodríguez Cabezas
Asociación Española de Médicos Escritores y Artistas,
Sociedad Española de Historia de la Medicina,
Sociedad Erasmiana de Málaga

Los habitantes de la cuenca mediterránea se han alimentado habitualmente de vegetales, frutas, queso, yogur y pescado, teniendo como principal fuente de grasa el aceite de oliva. Esta especial forma de nutrirse, denominada dieta mediterránea hacia la mitad del siglo XX, adquirió un gran crédito cuando se advirtió epidemiológicamente que era responsable de la disminución de la prevalencia de las enfermedades cardiovasculares.

Olivar mediterráneo

Sin embargo, en los países nórdicos, hasta hace bien poco tiempo, los alimentos cárnicos han sido los verdaderos protagonistas de la dieta de los anglosajones, siendo estos productos junto con la mantequilla su principal aporte de grasa (ácidos grasos saturados).

Importantes estudios epidemiológicos señalan las altas tasas de morbi-mortalidad por enfermedad coronaria en los países del norte de Europa y en los occidentales, existiendo una correlación positiva entre estas tasas y la ingestión habitual de alimentos ricos en ácidos grasos saturados.

Dicho esto, consideráremos en este artículo otra circunstancia de interés: la curiosa relación existente entre religión y gastronomía. En este sentido comienzo recordando cómo antaño cada estación del período anual religioso estaba representada por un determinado alimento que lo referenciaba. Por ejemplo, en Cuaresma no se concebía una mesa de un hogar cristiano sin potajes ni bacalao, y los días de abstinencia se reemplazaba la carne por el pescado. Es a partir del Jueves Santo cuando se rematan los almuerzos con unas suculentas torrijas, verdadero placer de dioses, que tomadas con moderación seguro que no rompen el ayuno. En otra época, llegado el Domingo de Resurrección, el cordero era el alimento representativo de la Pascua (tanto de la judía como de la católica). Por otra parte, en Navidad -atrás quedaron, con el encendido navideño, los huesos de santo- es obligado acabar el condumio con mazapán (si puede ser de Toledo mejor, que allí lo empezaron a elaborar -a golpe de maza- las monjas de san Clemente), y más al sur, de uno a dos borrachuelos por cabeza es posología adecuada. Y concluye la Navidad con la llegada de los Reyes Magos que nos dejan todos los años su roscón, cada vez con más desconcertante y ridícula sorpresa.

Torrijas tradicionales

Que la religión no se distanciaba de los pucheros lo acreditan los tiempos de cocción, que cada guiso requiere el suyo, y cada uno de ellos debía ser medido mediante el rezo de una oración. De esta forma, el Credo es muy apropiado para el huevo pasado por agua (de tres a cuatro recitados con fervorosa devoción), mientras que lo que se tarde en rezar un Ave María y un Padre Nuestro es el tiempo justo que debe permanecer en el horno una empanada de carne, como bien indicaba el Libro de los Guisados, de Ruperto de Nola, en el siglo XV.

Para que los representantes genuinos de una y otra dieta (nórdica o mediterránea) estén debidamente considerados, me ocuparé brevemente, como un muestreo de todo lo existente en la historia y en la literatura, del papel que en ese coloquio religión-gastronomía tienen la carne, el pescado y el aceite.

 

La carne

“La carne es un alimento maldito e incita al desenfreno sexual” y “el monje que come carne es tan despreciable como aquel que comete adulterio”. Eso es lo que concluye el Concilio de Seleucia-Tesifonte, en los primeros tiempos del cristianismo, donde se inicia ya una relación no demasiado amistosa entre Iglesia y gastronomía.

Muchos textos religiosos, incluidos los de san Pablo, desaconsejan comer carne, por el hecho de exaltar las bajas pasiones relacionadas con la sexualidad, y ya se sabe que la lujuria mal administrada fue siempre enemiga del buen cristiano. O sea, que la carne no sólo era responsable de aumentar la potencia muscular, algo que creían a ciencia cierta hidalgos y nobles, sino también el ejercicio del sexo, cuando se manifiesta, por una u otra causa, inhibido y desasosegado.

De estos asuntos de fogosidad pasional, inducida por carne y vino, trata un libro de 1616 de Juan Sorapán de Rieros, Medicina española contenida en proverbios vulgares de nuestra lengua, y concretamente uno de los refranes que contiene: “Dieta, mangueta y siete nudos a la bragueta”. Siete nudos que como siete recomendaciones tienen por objetivo poner eficaz freno a las braguetas ardorosas. Uno de esos nudos, como no podía ser de otra forma, trata de “retirarse de la mucha comida (carne) y de la mucha bebida (vino)”.

Es curioso observar cómo la gastronomía ha supuesto un elemento diferenciador entre las tres religiones monoteístas, pues mientras judíos y mahometanos se acercaban, en la forma de comer, a la dieta mediterránea, los cristianos daban preferencia a la carne y al tocino. Tanto fue así que la Iglesia Católica promulgó los viernes (día de la muerte de Jesús) como día de abstinencia de carne, y lo hace con ánimo de promover la mortificación de los fieles, no, como es claro, por motivaciones de salud, que en aquellas témporas poco sabían nuestros colegas del asunto. Lo que luego ocurrió es que el papa Alejando II promulga una bula que permite el consumo de carne mediante el pago de un estipendio destinado a liberar los Santos Lugares, con lo que los ricos podían comer carne los viernes y los pobres debían abstenerse de hacerlo. Aquella bula, la de los Santos Lugares, enlaza, ya más tarde, con la destinada a liberar Granada de los árabes (bula de la Santa Cruzada), otorgada por intervención de los Reyes Católicos y que estuvo en vigor hasta el Concilio Vaticano II.

Los “duelos y quebrantos los sábados”, citados en El Quijote, no son otra cosa que huevos con tocino o torrezno, que no rompían la abstinencia, por ser considerado el tocino como despojo y, por tanto, no ser carne.

 

El pescado

¿Qué papel jugó el pescado en el discurrir histórico de las religiones?

Espetado de pescados en la costa de Málaga

El pez fue el logotipo de la primitiva Iglesia Católica. Aún hoy se puede ver la silueta o el dibujo de un pez bordado en ornamentos sagrados. El motivo hay que buscarlo en el acróstico que integra la palabra pez en griego (IKTUS), porque cada una de sus letras concuerda con las iniciales de las cinco palabras griegas con que se designa a Jesús de Nazaret.

Iesus                    Jesús

Kristus                 Cristo (proviene de Khrio que significa ungir)

Theou                   (de) Dios

Uiós                      Hijo

Sotér                    Salvador

IKTUS = PEZ

 

El aceite

Ya en la era cristiana aparece pronto el aceite con implicaciones religiosas de las más nobles, pues, siguiendo la costumbre judía, el cadáver de Jesucristo fue ungido con aceite de oliva, y también con mirra, áloe y especias.

El vocablo Khrio deriva de Cristo, que significa ‘el que es ungido’. Y otro tanto ocurre con el sobrenombre Mesías, que derivado del hebreo Mashiash se traduce por ‘el que ha sido ungido con aceite’.

Vasija romana

Por otra parte, en la Península Ibérica, durante el tiempo que convivieron en armonía las tres religiones monoteístas, el aceite, por una parte, y el tocino y la manteca, por otra, se convirtieron en elementos diferenciadores de las distintas religiones, aunque bien es cierto que el árbol, el olivo, siempre simbolizó para las tres religiones el conocimiento, la prosperidad y la paz.

Los hebreos y mahometanos cocinaban exclusivamente con aceite de oliva. En cambio, los cristianos usaban el tocino y la manteca de cerdo (prohibidos para los herejes), mientras que reservaban el aceite para los días de vigilia y de cuaresma. Unos y otros se acusaban mutuamente de lo mal que olían sus cocinas a causa de la grasa empleada. Los cristianos ‘viejos’ acusaban a los judíos y musulmanes conversos de eludir el tocino, lo que era considerado como señal de herejía. El bachiller Andrés Bernáldez en su Historia de los Reyes Católicos, don Fernando y doña Isabel escribe: “Los hediondos judíos… la carne guisaba con aceite, que lo echan en lugar de tocino… y el aceite con la carne es cosa que hace muy mal oler el resuello; y ansí sus casas y puertas hedían muy mal a aquellos manjares; y ellos así mesmo tenían el olor de los judíos por causa de los manjares y de no ser bautizados”.

Una muestra indiscutible del poco aprecio del que gozaba el aceite de oliva lo encontramos en el “heroico” comportamiento del padre Montoya, en el siglo XVII, quien se ejercitaba en la mortificación tomando guisos con aceite de oliva en vez de manteca. (Jacinto García, L)

 

El vino

Su excelencia ya la postula el salmo CIV: “Vinum laetificat cor hominis” (el vino alegra el corazón del hombre). El refranero castellano toma del salmo la siguiente paremia: “Dijo el sabio Salomón: el buen vino alegra el corazón”; salmo que no es de Salomón, sino de su hijo David, gazapo cometido en pro de la rima y la entonación.

Es de señalar que el consumo de vino, bien en forma moderada o desaforada, ha estado presente en los textos sagrados, ya que los judíos acostumbraban a consumir vino en todos los sacrificios. Los textos sagrados, por otra parte, son muy comprensivos con los excesos en las libaciones, justificando la embriaguez. Dice el Eclesiástico: “En una reunión de bebedores no reproches a nadie y no trates con desdén a uno mientras está ebrio. No le ultrajes ni le apremies con reclamaciones”.

Clásica es la primera borrachera descrita de la historia sagrada, la de Noé. La escena la describe el Génesis (9, 20-21): “Y Noé comenzó a labrar la tierra y plantó una viña. Bebió de su vino, y se embriagó, y quedó desnudo en medio de su tienda”. Lo que aconteció después fue la maldad de su hijo Cam no cubriendo la desnudez de su cuerpo, por lo que sus descendientes fueron condenados por Noé a perpetua servidumbre.

Aún otras historias de embriaguez aparecen en el libro sagrado. Sólo citaré la más desconcertante, la de Lot, padre de los moabitas (Génesis 19, 32-33): “… Nuestro padre está ya viejo, y no hay aquí hombres que entren en nosotras… Ven y embriaguémosle, y acostémonos con él, a fin de poder tener descendientes’. Y con eso le dieron a beber vino aquella noche, y la mayor yació con su padre, pero él no sintió nada ni cuando se acostó ni cuando se levantó de yacer con su hija”.

Muchas más citas podría aportar donde el vino juega un importante papel en diferentes secuencias de la historia sagrada. En una de ellas el vino fue elemento importante en uno de los milagros de Jesús, el de las bodas de Caná (Juan 2, 1-11), donde, a instancias de su madre, transformó el agua en exquisito vino.

Y con el inicio del cristianismo, en la Última Cena, el valor del vino alcanza su punto culminante al quedar convertido en la propia sangre de Jesús. Así, el vino, junto con el pan, también sacralizado por Jesús, entró a formar parte de la trilogía sagrada en la que interviene asimismo el aceite como elemento indispensable en la unción de enfermos y otros ritos litúrgicos católicos.

 


epistemai.es – Revista digital de la Sociedad Erasmiana de Málaga – ISSN: 2697-2468
Rodríguez Cabezas A. La religión en los fogones. epistemai.es [revista en Internet] 2025 junio (26). Disponible en: http://epistemai.es/archivos/8812

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