Evidentemente… Las muletillas del lenguaje

 

«“Mandaron a mi tercio que marchase a los Países Bajos, cuya nueva me dejó sin aliento, por ser camino tan largo y que lo habíamos de caminar en mulas de San Francisco”. Juan Millé y Giménez, anotando este pasaje, escribe: “En mulas de San Francisco se caminaba cuando se iba a pie, tal como lo hacían en sus viajes los religiosos franciscanos”». (José M.ª Iribarren, El porqué de los dichos, 7ª ed. Gobierno de Navarra, Pamplona, 1994, p. 94)

Una muleta, «’cría femenina del género mular’, 1495, de donde ‘palo con travesaño en que se apoya el cojo’, 1570: en cierto modo le lleva como la mula a su jinete; muletilla», dice Joan Corominas en su Breve diccionario etimológico de la lengua castellana (3ªed. Madrid, Gredos, 1987, s. v. mulo).

Y el diccionario, primero y referencial, de la Real Academia Española dice en su segunda acepción de ‘mula’: «Voz o frase que alguien repite mucho por hábito» y cuyos sinónimos más comunes son ‘estribillo’, ‘coletilla’, ‘latiguillo’ y ‘cantaleta’.

Importa recordar que otras palabras de igual sentido no han tenido la suerte que ‘muletilla’. Así, ‘rodrigón’: «vara para sostener los tallos y ramos de una planta’, 1490, y RODRIGAR ‘poner rodrigón a una planta’, 1495. resultante de un cruce entre las voces latinas Ridica ‘rodrigón’ y Rudicula ‘varita’, ‘espátula’; estos vocablos tuvieron primitivamente la forma •rodigón, *rodigar, conservada dialectalmente en Portugal y en el mozárabe ráudaca ‘percha’, ‘vara grande’, forma luego alterada por influjo del nombre propio Rodrigo –dice el ya citado Corominas–.

Pero dicho nombre propio, devenido común, tiene su origen en un personaje de comedia, como ocurre con ‘bautista’, el mayordomo. El tal Rodrigo era un criado mayor y grandón «que servía para acompañar señoras» –dice el DRAE, y, finalmente, sinónimo de ‘criado’, ‘acompañante’.

Todo esto para concluir que las muletillas del lenguaje coloquial son palabras o expresiones que se utilizan de manera recurrente para rellenar espacios en la conversación, ganar tiempo mientras se piensa en lo que se va a decir o simplemente por costumbre.

Aunque a menudo pueden considerarse innecesarias, las muletillas juegan un papel importante en la comunicación cotidiana. Los lingüistas las incluyen dentro de la función ‘fática’ del lenguaje. Lo peor de ellas es que, en su mayor parte son absurdas. Por ejemplo, que una mujer diga a otra: “hombre, no me vengas con esas…”.

Esto me recuerda que el pronombre impersonal francés ‘on’ (on dit, on parle… / se dice, se habla…) procede precisamente del latín homo, desprovisto ya de su carácter sustantivo masculino singular. Nosotros, en español, no hemos dejado a ‘hombre’ ni siquiera como pronombre, sino de angelical y emasculada partícula ilativa, desprovista de sexo y de género. Para que luego nos vengan con modernidades…

¿Pero cómo un término natural se desnaturaliza hasta convertirse en muletilla? Sólo hay un camino: por abuso, hasta el aburrimiento. Un ejemplo brillante nos lo ofrece, bien a su pesar, Fernando Lázaro Carreter en uno de sus certeros ‘dardos en la palabra’:

«Cosas hay, sin embargo, que suceden sin tramarlas nadie. En el lenguaje me refiero. Hace pocas semanas, hice notar la súbita vitalidad sobrevenida al viejo y mortecino sintagma a pie de obra, cuya estructura se estaba copiando en a pie de hierba (lo dicen los radiofonistas del fútbol cuando hablan pegados al terreno de juego), o a pie de coche (cortés modo de recibir al personaje muy importante que llega en automóvil). Valdrá igual, imagino, a pie de piragua si ese es el vehículo. Debe suponerse que aquel fraile de antaño, a quien un conocidísimo autor actual ponía en viaje a bordo de un burro para ir a cumplir el encargo de su reina, sería recibido a pie de burro al llegar a su destino. Otros muchos usos se están prodigando en las últimas semanas. Los Bancos hacen préstamos a pie de ventanilla, se atiende a los accidentados a pie de accidente, vuelan por Andalucía las saetas cantadas a pie de procesión… […] Parece milagrosa tal superfetación de pies, acaecida, repito, en poquísimo tiempo y en olor de multitud.» (Moción de censura, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 1987 p. 683-684)

Parece evidente. Pero la misma palabra ‘evidente’ en su forma adverbial tampoco escapa al trote de la muletilla. ‘Evidentemente’ empieza no pocas veces una frase que por su longitud demuestra que no es tal, pues lo evidente no se demuestra, según el axioma escolástico (quod patet non demonstrare oportet). Ante todo, por contraproducente, pues, si necesita explicación, no es tan evidente como se anuncia; y luego, porque es una pérdida de tiempo. ¿Entonces…? Entonces son pretensiones de enfatizar, dar consistencia a argumentos probablemente débiles, cuando no inanes. Así, “Evidentemente, tienes razón en lo que dices”; “Evidentemente, no voy a llegar a tiempo”. ¿Cómo puede ser ‘evidente’ una noticia…?

Podríamos hacer un recorrido por las muletillas más usuales en español, de las que no escapa ningún idioma; pero este artículo se prolongaría tanto que quedaríamos para el arrastre. De mulillas, evidentemente.

 

 

Quintín Calle Carabias
Doctor en Filología Moderna, profesor titular de la UMA y Presidente de la SEMA


epistemai.es – Revista digital de la Sociedad Erasmiana de Málaga – ISSN: 2697-2468
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