Reflexiones patobiográficas sobre Miguel de Cervantes

 

Para cualquier médico estudiar los aspectos patobiográficos de Cervantes, sobre todo las causas de su muerte, es, además de una aventura sugestiva, un riesgo del que difícilmente podrá evadirse y que desembocará probablemente en un terreno confuso sobre el que se han vertido ríos de tinta.

Para la redacción de estas notas, además de la obra literaria de Cervantes, donde aparecen en algunas ocasiones insinuaciones sobre el estado de su salud, hemos considerado sobre todo lo que otros autores han escrito sobre el particular. En este sentido no pueden faltar las opiniones de José Gómez Ocaña, Antonio López Alonso, Juan Antonio Cabezas, Jean Babelon, Luis Astrana Marín, Harold López Méndez y Pedro Gargantilla, entre otros (1).

De todo ello se deduce en primer lugar que Cervantes respondía a un biotipo constitucional normoplástico, siguiendo la clasificación de Viola (2), o normolineus o mesoskélico, como también se denominó, y que corresponde al tipo asténico-atlético de la clasificación de Giovanni, sin predominio de las medidas de longitud sobre las de anchura o viceversa. También cabe presumirlo de lo que él mismo nos cuenta en el prólogo de la Novelas Ejemplares: “…el cuerpo entre dos extremos, ni grande ni pequeño… de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada, las barbas de plata…”.

No se conocen en su biografía más enfermedades y defectos (que ciertamente tuvieron que existir) que una tartamudez y un brote de paludismo con el que llegó a Lepanto. La tartamudez se pone de manifiesto en su etapa escolar, en Córdoba, cuando se inicia en la lectura, cuando las primeras sílabas se embarrancan bajo la lengua, aunque tartajoso debió ser toda su vida, como declara también en el prólogo de las Novelas Ejemplares: “…será forzoso valerme por mi pico, que, aunque tartamudo, no lo seré para decir verdades”. Para nuestra fortuna, sus palabras se encasquillaban solamente cuando salían de su boca en un tembleque gramatical, y no cuando fluían de su pluma. De hablar balbuciente durante toda su existencia, no heredó, sin embargo, la sordera de su padre, D. Rodrigo, médico sangrador (3) que tuvo que emigrar de Alcalá en busca de trabajo, que la plétora en la medicina también ocurría en aquellas témporas, dato que incluirá en el Coloquio de los Perros “Infiera o que estos dos mil médicos han de tener enfermos que curar (que sería harta plaga y malaventura), o ellos se han de morir de hambre”.

La malaria o paludismo le afectó con un acceso febril durante su estancia en Corfú. No la adquiere por beber agua contaminada como indica J. A. Cabezas, que ya es harto conocido el papel transmisor del Plasmodium que ejerce el mosquito Anopheles. Siendo, como es, cierto este acontecer patológico, deducimos que el acceso palúdico no fue importante o su vigor físico y patriótico sí lo era, pues el brote parasitario no le impidió tomar parte en la batalla (“la más alta ocasión que vieron los siglos”), y llegado el momento de combatir no obedeció a su capitán, Sancto Pietro, que le manda ir “baxo la cámara de la galera Marquesa” y, por el contrario, como arcabucero del Rey, acude a su puesto en el esquife de la nave.

Fue en el asalto a la galera capitana del jefe turco Siroco cuando Cervantes recibe dos arcabuzazos en el pecho y en el antebrazo izquierdo. Acompañado por su hermano Rodrigo, acude a la cámara donde los cirujanos de la Marquesa le hacen las primeras curas.

Luego, en el hospital de Mesina, los físicos a las órdenes de López Madera tratan de recomponer la mano zurda de Cervantes que, finalmente, tras muchas curas bárbaras, quedó inservible y desgobernada. Su convalecencia es larga a pesar de que en algún momento o tras el traumatismo fue intervenido por el propio Dr. Gregorio López, protomédico de la flota y médico de Carlos V. El período de curación dura casi seis años, desde el 7 de octubre de 1571, fecha de la herida de guerra, hasta marzo de 1577.

La herida de arcabuz acaecida en la batalla de Lepanto representa un suceso importante en la relación futura de Cervantes con los médicos, o, mejor dicho, en la opinión que sobre ellos expresa Cervantes en sus obras literarias. Como ya hemos expuesto en otra ocasión, Cervantes en este asunto es el contrapunto de los escritores del Siglo de Oro, y sobre todo de Quevedo que fue el escritor que más odio hacia los galenos vertió en sus escritos.

Cervantes, bien porque aprendió en “mano” propia los cuidados de la medicina, bien porque tenía conocimientos de ella a través de los libros que existían en la biblioteca de su padre, D. Rodrigo Cervantes, conocimientos de los que deja constancia en el Quijote, trata a los médicos al menos con respeto, otras veces con admiración y, en clave de humor con verbo risueño y grave, cuando no tiene otra opción que criticar negativamente su conducta.

El traumatismo de la mano es el único cierto en la vida de Cervantes. Él lo reconoce con orgullo “…perdió la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por fermosa…”.

También está bastante aceptado que quedó manco no en la acepción de pérdida anatómica de la mano, sino en la de quebranto del uso o la función de la misma, ya que “…la siniestra mano estaba por mil partes ya rompida…”, tal como puede leerse también en la Epístola a Mateo Vázquez: “…en la naval, dura palestra, perdiste el movimiento de la mano izquierda para gloria de la diestra…” (Viaje al Parnaso), lo que confirma la teoría de privación de movilidad y función, así como lo orgulloso que Cervantes se siente con su manquedad.

De ninguna otra enfermedad o accidente tenemos conocimiento a través de la bibliografía histórica o de la propia producción literaria de Cervantes. Solamente se menciona, como relacionada con los últimos años de su vida, determinada sintomatología en la que los estudiosos se basan para determinar las causas de la muerte.

No obstante, varias prisiones, años de cautiverios, campañas navales y herida de guerra tuvieron que dejar su vida maltrecha y desgraciada, lo que, a la vez y de forma un tanto paradójica, contribuyó a templar su alma y a facilitar, por tantas calenturas de la memoria, fluidez y belleza en sus producciones literarias.

 

Los síntomas relatados

Existen muchas dudas sobre las enfermedades que fueron causa de la muerte de Cervantes. Sólo sabemos con certeza que presentaba astenia y polidipsia, y que el diagnóstico que emite un estudiante de medicina que hizo parte del camino de Esquivias a Madrid con Cervantes fue de hidropesía. Así es que en estos síntomas y en poca cosa más nos debemos apoyar para emitir un juicio clínico aproximado de las causas de su muerte.

Es cierto que en los tres últimos años de su vida su salud se deterioró, hasta el punto de que don Miguel tuvo el presentimiento de que estaba a punto de iniciar el viaje al fondo de la noche, y, no queriendo dejar trabajo pendiente para la eternidad, entráronle las prisas literarias para concluir lo pendiente: Novelas Ejemplares (1613), Viaje al Parnaso (1614), segunda parte del Quijote (1615), Trabajos de Persiles (1616-1617).

La polidipsia (mucho beber), síntoma evidente de diabetes mellitus es confundida con hidropesía por el estudiante de medicina, que le acompañaba desde Esquivias, y  probablemente también por su médico. La diabetes no se conoce como tal enfermedad hasta los años veinte del siglo pasado, y por aquellas calendas la hidropesía no era un síntoma sino una enfermedad cuyo origen desconocían los físicos de la época.

El texto más antiguo que hemos consultado sobre el significado del término “hidropesía” es el Diccionario castellano con las voces de ciencia y arte, de Esteban de Terreros y Pandro, de 1787. En él se dice que “es enfermedad causada por una masa de agua, que se junta en alguna parte del cuerpo”.

Por tanto, cuando Cervantes a lomos de su jumento patilargo confiesa al estudiante que está cansado, que las carnes le enflaquecen y que tiene una sed (4) recibe el diagnóstico lógico de hidropesía, ya que el exceso de agua que bebe el enfermo se “junta como masa de agua en alguna parte del cuerpo”. Puede advertirse en esta secuencia que el estudiante no tiene futuro alguno ni como diagnosticador, ni como pronosticador de la evolución del mal: “Esta enfermedad es de hidropesía, que no la saciará toda el agua del mar Océano que dulcemente se bebiera; vuesa merced, señor Cervantes, ponga tasa al beber, no olvidándose de comer, que con esto sanará sin otra medicina alguna”.

Cervantes lo pasa tan mal en aquel viaje, que escribirá de sí mismo que “tiene tantas señales de muerto como de vivo”, y respondiendo al estudiante en el interrogatorio anamnésico a lomos del asno patilargo, está indicando expresamente cuál es su síntoma cardinal, el más importante (polidipsia), emitiendo asimismo una predicción de su corta expectativa de vida: “Eso me han dicho muchos –respondí yo-; pero así puedo dejar de beber a todo mi beneplácito, como si para sólo eso hubiera nacido. Mi vida se va acabando, y, al paso de las efemérides de los pulsos, que, a más tardar, acabarán su carrera este domingo, acabaré yo la de mi vida…”.

No documentada, pues, la existencia de edemas o ascitis o cualquier otra forma de retención de líquidos, y al relacionarse –confundirse- la polidipsia con la hidropesía, sólo nos queda pensar que la única enfermedad expresada sintomatológicamente en la literatura cervantina es la diabetes mellitus, que descompensándose finalmente aún más con los esfuerzos del viaje de ida y vuelta a Esquivias, originó gran astenia, delgadez e hipotrofia muscular, dando lugar finalmente a un estado estuporoso que evoluciona al coma, causa inmediata del fallecimiento.

No obstante, si tomamos la hidropesía como cierta, en el sentido de existir colección de líquido en el organismo, sí hemos de dirigir nuestra atención hacia la cirrosis hepática, hacia la carcinomatosis peritoneal u otra patología que produzca ascitis, o bien hacia la insuficiencia renal o cardiaca.

Parece bastante improbable que la encefalopatía hepática severa, complicación con la que suelen concluir estos males hepáticos, le permitiera estar lúcido hasta casi última hora, lo que sí está demostrado documentalmente.

Sí es posible que a su edad padeciera cierto grado de insuficiencia cardiaca, pero también es lógico pensar que ésta finalmente hubiera cursado con edemas ostensibles y disnea y ortopnea, síntomas que tampoco aparecen referenciados por parte alguna y que seguramente le hubieran impedido razonar bien y escribir lo razonado. Sólo tres días antes de su muerte escribe al Conde de Lemos: “El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y con todo ello llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir, y quisiera yo ponerle coto hasta besar los pies de V.E…”.

 

Cercado por la muerte

El Dr. José Gómez Ocaña, en su Historia Clínica de Cervantes (1899), en una época que se desconocía la etiopatogenia de la diabetes, supone que muere de una enfermedad de corazón, que tampoco determina, pero que tiene que ver con la arterioesclerosis “Más si pudo Cervantes vencer en los mil peligros que amenazaban su vida, no logró hurtar el cuerpo a la vejez, y ésta hizo mella, no en el cerebro, de hermosa y sólida textura, sino en los vasos y en el corazón, de fábrica más endeble. Arterioesclerosis se llama técnicamente esta vejez del aparato circulatorio, y de la cual derivan multitud de enfermedades del mismo corazón y de otros órganos, que todos al cabo se resienten”.

Cervantes hacia marzo de 1616 se siente mal. Ha de terminar el Persiles como sea. Tiene la sensación de que esta obra es su testamento literario: “La muerte, en cualquier traje que venga, es espantosa”. El 26 de marzo contesta una carta de su protector el arzobispo de Toledo, don Bernardo de Sandoval y Rojas. La carta descubre el pésimo estado de su salud: “Si del mal que me aquexa pudiera haber remedio… pero al fin tanto arrecia, que creo acabará conmigo, aún cuando no con mi agradecimiento”. Termina el prólogo de Persiles despidiéndose: “Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo y deseando veros pronto contentos en la otra vida”.

Cervantes sabe que se muere, pero sus ansias de vivir le hacen revelarse contra ello. Es la negación de un pronóstico letal y cierto. Pero es consciente de su gravedad, estado de ánimo que contrarresta con la esperanza de la recuperación (él que ha salido airoso de tantos avatares, confía también ahora en la curación). Gravedad y esperanza son sentimientos que manifiesta: “Mi edad no está ya para burlarse de la otra vida” “Tras de ellas –Novelas Ejemplares– , si la vida no me deja, te ofrezco los Trabajos de Persiles” (Prólogo de Novelas Ejemplares, 1613).

Desechando, pues, la hidropesía (ascitis) como consecuencia de cirrosis hepática, porque razonablemente la encefalopatía consiguiente le hubiera impedido escribir como lo hizo tres días antes de su muerte, y tomando como cierta la existencia de diabetes mellitus, sí podemos admitir, como causa intermediaria de su fallecimiento, la insuficiencia cardiaca. Claro que, a pesar del tiempo trascurrido (mucho ha llovido médicamente desde 1899), debemos estar de acuerdo con el Dr. José Gómez Ocaña en culpar de la muerte de Cervantes a las arterias estropeadas, en comorbilidad con la diabetes e insuficiencia cardiaca, que ya sabemos cómo la diabetes no tratada mortifica las paredes de las arterias, las endurece y las angosta, entorpeciendo la circulación de la sangre, originando que las arterias más finas provoquen desastres histológicos y funcionales a nivel de corazón (coronarias), cerebro o riñón.

Como conclusión, precisamos que Miguel de Cervantes, el manco de Lepanto, murió a los 69 años, hidalgo pero pobre, a consecuencia de las complicaciones de la diabetes mellitus que venía padeciendo dentro de un cuadro de insuficiencia cardíaca. Murió el día 22 de abril de 1616 (5), siendo enterrado al siguiente día en el convento de las Trinitarias, en la calle de Cantarranas en Madrid. Estando seguros en la fecha del óbito, sin embargo, en lo que a las causa del mismo, “harto sabemos que mucho de lo consignado aquí es indemostrable, pero también creemos que lo sería mucho de lo que se expusiera en contrario”(6).

 

Bibliografía

 

Dr. Ángel Rodríguez Cabezas

Dra. María Isabel Rodríguez Idígoras

 


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