La medicina en el Antiguo Testamento

 

Ángel Rodríguez Cabezas
Asociación Española de Médicos Escritores y Artistas,
Sociedad Española de Historia de la Medicina,
Sociedad Erasmiana de Málaga
 

Los textos del Antiguo Testamento nos ofrecen testimonios literarios importantes que marcan claramente las relaciones de aquel pueblo, el hebreo, con temas relacionados con la salud: cómo prevenirla, cómo tratarla y, a veces, como rehabilitar sus secuelas. Casi todo lo que realmente conocemos de la medicina hebrea se encuentra en el Levítico, tercer libro del Pentateuco, verdadero manual de medicina.

Los hebreos en el período que abarca el Antiguo Testamento (S XIII a II a. C.) seguían creyendo, como los mesopotámicos, que la enfermedad estaba relacionada con un castigo divino, siendo la manifestación externa del pecado. También heredaron de la medicina asiria-babilónica la práctica del aislamiento de los impuros y, de alguna forma, la dedicación del sábado al descanso (un día de cada siete). Curiosamente, y por temor al maligno Séptimo Espíritu, los médicos en Mesopotamia no actuaban en los días divisibles por siete.

Entre uno y otro pueblo, mesopotámico y hebreo, había, a pesar de estas similitudes, notables y esenciales diferencias. Los semitas, aunque admitían una causa sobrenatural para las enfermedades, no creían en la influencia de los malos espíritus o demonios. Jehová era el único administrador de la salud individual y colectiva. Es por eso por lo que la enfermedad, conceptuada según el Antiguo Testamento como instrumento providencial y castigo divino, ha condicionado la actitud colectiva frente a la terapéutica desde remotas fechas hasta el presente, tanto en los mundos judaico, cristiano e islámico. Dios era el médico del alma y del cuerpo. La actitud refractaria del judaísmo ante el médico en los tiempos precristianos estuvo condicionada por esta idea de la influencia divina. En consecuencia, no pudo desarrollarse una Medicina auténticamente judía.

Dice así Moisés en el Antiguo Testamento (II, Éxodo, 15, 26): “Si de veras escuchas la voz de Yahvé, tu Dios, y haces lo que es recto a sus ojos, dando oídos a sus mandatos y guardando todos sus preceptos, no traeré sobre ti ninguna de las plagas que envié sobre los egipcios; porque Yo soy Yahvé, el que sana (Deuteronomio)”. “El que sana todas tus dolencias” (Salmos).

Moisés con las Tablas de la Ley. Rembrandt (1659). Gemäldegalerie Berlin

Pero son sobre todo las preocupaciones sanitarias las que quedan muy reflejadas en el Levítico, donde destacan las referentes a las condiciones higiénico-sanitarias del pueblo, haciendo referencia a la higiene personal y a ciertas normas preventivas: “No llevéis la cabeza desgreñada, ni rasguéis vuestros vestidos… cuando hayáis de entrar en la Tienda del Encuentro, no bebáis vino ni bebida que pueda embriagar, ni tú ni tus hijos…”.

La normativa en cuestiones de alimentación se ve asimismo influenciada por motivaciones ‘divinas’, clasificándose los alimentos en puros e impuros, pero en razón, sobre todo de prohibiciones religiosas muy antiguas: “es puro lo que puede acercarse a Dios, son por el contrario impuros los que, pareciendo al hombre repugnantes o malos, se cree que desagradan a Dios” (J.A. Ubieta, 1975).

Por ello, aparecen claramente expuestas algunas reglas en materia de alimentación, que, por ser sagradas, deben ser cumplidas escrupulosamente:

“Yhavé habló a Moisés y a Aarón diciéndoles: Hablad a los israelitas y decidles: de entre los animales terrestres podréis comer… cualquier animal de pezuña partida, hendida en mitades y que rumia… pero no comeréis camello… ni liebre… ni cerdo. No comeréis su carne ni tocaréis sus cadáveres; serán impuros para vosotros”.

Según Lyons (1978), la prohibición de comer carne de cerdo se relacionó por la competitividad con el hombre en cuanto a la utilización del agua y el grano, lo que no ocurriría con el ganado vacuno y ovino que consume relativamente poca agua y mordisquea el forraje que no es comestible para el hombre.

La prohibición de comer otros animales se extiende también a los que viven en las aguas: “De entre los animales que viven en las aguas, podréis comer estos: cuantos tienen aletas y escamas”. La prohibición se extiende a las aves: “No se podrán comer por ser abominación: el águila, el quebrantahuesos, toda clase de cuervos, el avestruz, la gaviota, la cigüeña, la abubilla y el murciélago”.

Asimismo, el concepto de contagio, presente en ambas culturas, era diferente. Para los hebreos no representaba un traslado del espíritu maligno del enfermo al sano, sino un signo de impureza espiritual por haber estado en contacto con el enfermo castigado por Dios. El concepto de contagio tiene un carácter simbólico y religioso: el alejamiento de todo lo que contamina al hombre y encarna la idea de pecado. Hay varias citas en el Antiguo Testamento que relacionan de una u otra forma el pecado con la enfermedad:

                “El hijo de David y Betsabé enfermó gravemente y murió a causa del pecado de adulterio de sus padres”.

“Los hermanos Moisés, María y Aarón, que fueron castigados con una enfermedad de la piel por murmurar contra Moisés” (Números).

Pero sí hay que resaltar que al aspecto punible de la enfermedad se le añaden otros significados de carácter constructivo espiritual, de obtención del perdón, de alabanza a Dios, convirtiéndose la enfermedad de esta forma en una experiencia que rebaja el orgullo del hombre y le acerca a su propia debilidad: “Bendice alma mía, a Yahvé… Él es quien perdona todas tus iniquidades y sana todas tus dolencias” (Salmos).

Las normas de prevención en lo que afecta a la transmisión de la infección por contagio va más allá, teniendo algo que ver con el mundo de los muertos, con el contacto con sus cadáveres: “El que levante alguno de sus cadáveres tendrá que lavar sus vestidos y quedará impuro cualquier objeto sobre el que caiga uno de sus cadáveres… ya sea un instrumento de madera, o un vestido, una piel, un saco o cualquier utensilio”. Se sigue observando la influencia que las connotaciones religiosas tienen sobre la medicina y sus normas sanitarias.

En cuanto a las enfermedades que los hebreos padecían en aquellos tiempos, son numerosas en la Biblia las menciones a la lepra, enfermedad muy temida por miedo al contagio, temor que infundadamente ha llegado a nuestros días en forma de cabalístico maleficio. La enfermedad aparece citada muchas veces en el Levítico, aunque sí sabemos que la lepra era frecuentemente confundida en sus manifestaciones clínicas, y por tal podían entenderse otros procesos como psoriasis, diferentes tiñas o sífilis.

“Yahvé habló a Moisés y a Aarón diciendo: Cuando uno tenga en la piel de su carne tumor, erupción o mancha blancuzca brillante, y se forme en la piel de su carne como una llaga de lepra, será llevado al sacerdote… examinará la llaga… si el pelo en la llaga se ha vuelto blanco, y la llaga parece más hundida que la piel de su carne, es llaga de lepra; le declarará impuro. Más si hay en la piel de su carne una mancha blancuzca brillante sin que parezca más hundida que la piel, y sin que el pelo se haya vuelto blanco, el sacerdote recluirá durante siete días…”.

Contrato de boda según el rito judío

A lo largo de los textos bíblicos se relatan otras enfermedades que son muy bien apuntadas por el doctor Raúl García Pérez. Se nos habla de ataques epilépticos o accidentes vásculo-cerebrales (“La mano que había extendido contra él se le secó y ya no la pudo enderezar” – Reyes I), de úlcera de Egipto que correspondería a la leishmaniasis cutánea o botón de Oriente, de “carcoma de los huesos” refiriéndose a la osteomielitis, de “flujos” para definir las menorragias o leucorreas, de peste bubónica, tisis y muy variadas enfermedades de los ojos, desde cataratas a tracomas o diferentes tipos de ceguera.

La mujer puérpera y el fruto de su gestación también se veían afectados por los mandamientos religiosos. La mujer israelita, que daba a luz en un taburete circular ayudada por la comadrona, se convertía en “impura” por el hecho de parir, y más impura aún si había alumbrado una hembra: “Cuando una mujer conciba y tenga un hijo varón, quedará impura durante siete días… Más, si da a luz una niña, durante dos semanas será impura…”.

La actividad sexual en cuanto al concepto de pureza también comprometía, ya que si “padece flujo seminal es impuro a causa del flujo. En esto consiste la impureza causada por su flujo: sea que su cuerpo deje destilar el flujo, o lo retenga, es impuro, y no sólo su cuerpo quedaba impuro sino todo lecho… quien toque el lecho… quien toque el cuerpo del que padece flujo… lavará sus vestidos… El hombre que tenga derrame seminal lavará con agua todo su cuerpo y quedará impuro hasta la tarde. Si el que padece flujo sana de él, se contarán siete días para su purificación; después lavará sus vestidos, se bañará en agua viva y quedará puro.  Cuando una mujer se acueste con un hombre, produciéndose efusión de semen, se bañarán ambos con agua y quedarán impuros hasta la tarde”.

También los métodos anticonceptivos aparecen en los textos sagrados. La manifestación escrita más antigua sobre un método de contracepción procede, ni más ni menos que del Génesis (38: 8-10) y hace referencia al mandato que recibió Onán de procrear en su cuñada viuda, para asegurar de esta forma la sucesión de la tribu, mandato que él desobedeció al practicar con ella el método anticonceptivo más espontáneo y antiguo que existe, el coitus interruptus: “… pero Onán, sabiendo que la prole no sería suya, cuando entraba en la mujer de su hermano se derramaba en tierra. Por lo cual el Señor le hirió de muerte por acción tan detestable”. Lo que no deja de tener tintes curiosamente cómicos es que el patronímico de Onán, que protagonizó, como queda dicho el más famoso coitus interruptus bíblico, al beneficiarse por mandato paterno de su cuñada, ha sido utilizado a lo largo de la historia para furtivamente denominar al onanismo, práctica sexual que nada tiene que ver, como es sabido, con la que, según el Génesis, practicó Onán.

Pero el papel del médico era muy discutido entonces, y lo fue durante muchos siglos, en cuanto a la eficacia de sus métodos. Los médicos, según el Antiguo Testamento, debían pertenecer a la tribu sacerdotal de los Levitas y, bien porque el diagnóstico se basase exclusivamente en la inspección o por otras razones de componente religioso, no podían tratar a los enfermos en habitaciones oscuras o al anochecer o en días nublados, así como tampoco si tenían insuficiencias visuales. Generalmente entre los hebreos los médicos eran tenidos en gran estima. “Cuando te sientas enfermo implora a Dios y busca al médico, porque los hombres prudentes no desprecian los remedios de la tierra”.

El Libro del Eclesiástico (cap. 38) alaba a los médicos: “Atiende al médico antes de que lo necesites… pues del Altísimo tiene la ciencia de curar, y el rey le hace mercedes. Hijo mío, si caes enfermo… llama al médico porque el Señor lo creó y no le alejes de ti”.

Pero el diagnóstico de las enfermedades se basaba, sobre todo en la inspección. Todo lo más, se completaba con el examen de la orina como medio de rutina para conocer el estado funcional de los riñones, habiendo espacio en los libros sagrados para regular las relaciones conyugales, la esterilidad, el trabajo y el descanso, la eliminación de basuras y excrementos, etc.

En su ‘Apología de médico’ (XXXVIII, 1-4) Jesús, hijo de Sirach (también denominado el Eclesiástico), hace figurar al médico como instrumento de Dios: “Da al médico, por sus servicios, los honores que merece, que también a él le creó el Señor. Pues del Altísimo viene la curación, como una dádiva que del rey se recibe”.

La terapéutica en la Biblia hace referencia a variados remedios naturales, como la mandrágora, esencias y bálsamos. Son pocas, sin embargo, las menciones a prácticas quirúrgicas, excepción hecha de la circuncisión que se practicaba, como es sabido, más como motivo religioso que higiénico. Entre las normas preventivas contra las enfermedades infecciosas, en las que dominaba la idea del contagio, resaltaba como actitud única el aislamiento del enfermo fuera de las ciudades, que no sólo se reservaba para los procesos cuarentenales, sino que lo sufrían también algunos enfermos afectos de psicosis: “fue echado de entre los hombres –refiriéndose al rey Nabucodonosor- y comía hierba como los bueyes…” (Daniel).

Porque si algo parca, por lo que sabemos, era la medicina semita en cuanto a la terapéutica farmacológica y quirúrgica, no lo era tanto en cuanto a lo que hoy llamamos medicina preventiva, que normas en este sentido las había y muy numerosas y bien reguladas. El Deuteronomio ya reseña que “todo guerrero debe llevar, entre sus armas, una estaca para cavar una fosa y cubrir sus excrementos”.

Son abundantes los consejos en esta misma línea de prevención, y los hay acerca de las relaciones sexuales en cuanto a su frecuencia, de los baños tras el coito y la menstruación, de los vestidos, de la vivienda, de las comidas, de lavado antes de ellas, de la cuarentena y de la fumigación de las casas.
 


epistemai.es – Revista digital de la Sociedad Erasmiana de Málaga – ISSN: 2697-2468
Rodríguez Cabezas A. La medicina en el Antiguo Testamento. epistemai.es [revista en Internet] 2025 octubre (27). Disponible en: http://epistemai.es/archivos/8924

Marcar como favorito enlace permanente.

Comentarios cerrados.