Se podría decir que la entrada a la mina de sal de Turda esconde una mentira perfecta. El pequeño edificio de una única altura que la anticipa parece emerger ajeno a la grandiosidad del secreto que esconde. La mina estuvo en explotación hasta 1932 y todavía conserva en posición los sistemas de excavación y de traslado de material. Entrar a ella es adentrarse en un universo cristalino que parece ir multiplicándose a medida que se profundiza en ella. Y si es difícil a priori imaginarse caminando por largos corredores con denominación individualizada, y donde techo, suelo y paredes son un bloque compacto de sal hermosamente veteada, lo es mucho más comprobar que los volúmenes huecos se van agrandando cada vez más hasta llegar a una estrecha terraza que se asoma a un inmenso vacío. La bajada hasta el fondo de ese abismo subterráneo se hace en dos etapas. La primera tiene aproximadamente 14 tramos de escaleras de escasa anchura y termina en una superficie plana que alberga un parque de atracciones, por cierto, tremendamente concurrido aquel día. Hay una posible segunda etapa de bajada con varios tramos más de escalones y cuyo último destino, aunque parezca increíble, son un lago, navegable a juzgar por las barcas que lo surcaban, y una isla salina que la propia naturaleza ha creado. Y he dicho “posible” porque la decisión de seguir profundizando depende en gran parte de la reserva energética que conserven los castigados cuádriceps de ambas piernas.
Con el paso del tiempo abajo, la humedad salina deja un rastro mineral sobre las zonas de piel desnuda. En mi caso, cuando llegué a notar el sabor salado en mis labios me pregunté cuántos metros de montaña había sobre nuestras cabezas y a considerar el ascensor como uno de los mejores inventos de los humanos. Aun contando con una parte de la ascensión mecanizada, llegar a la salida requirió de nuevo de un recorrido complejo a través de los larguísimos pasadizos, lo que me sirvió para poner en valor el trabajo de los mineros que perforaron y trabajaron en esta y otras miles de minas.
Avanzar hacia Siania era aproximarse gradualmente al espléndido espectáculo de los Cárpatos Meridionales. La carretera se iba abriendo paso entre bosques frondosos donde coníferas, hayas y robles son los principales protagonistas, hasta llegar a esta ciudad que permanece acunada en las laderas alpinas. Además de responder a las necesidades climáticas que impone la zona, la arquitectura de las edificaciones se revelaba dispuesta a retrotraer a los visitantes a las tenebrosas leyendas que flotaban en el ambiente.
El castillo de Peleș, la gran atracción turística de Sinaia, no puede describirse como uno más de los muchos atractivos de Transilvania. La edificación en sí, ahora convertida en museo, los jardines y la exuberancia forestal que rodea al conjunto con las montañas al fondo son de una belleza absorbente. Mandado construir por el rey Carlos I de Rumania para residencia de verano, fue inaugurado en 1883 y acabada su reforma en 1914. Referencia de la arquitectura europea de la segunda mitad del siglo XIX, fue el primero en incorporar avances como la electricidad, calefacción y un ascensor. Destacaría entre sus muchas singularidades la abigarrada decoración en madera de todo el interior, hecho más que explicable dada la materia prima que predomina en su entorno, pero que condena a sus múltiples chimeneas a ser inoperantes; lo revelador de contar con más de 4.000 piezas de distintas épocas en su armería; el techo móvil de cristal en el salón de honor; y una coqueta y bien iluminada biblioteca, referencia cultural en su momento y que terminó por sufrir el expolio centralizador del régimen comunista.
No sé si podría llamar afortunada la circunstancia casual de no haberme despedido de ninguna manera de las tierras de Transilvania. Tal y como llegué a ella, el sueño posprandial dominó mis párpados al iniciarse la tarde del último día de viaje y en la vuelta a la realidad todo lo vivido permanecía flotante, pero ya detrás de la línea de la consciencia. A partir de ese momento, los campos de maíz, girasol y alfalfa multiplicaron por dos su protagonismo y las zonas industriales de los alrededores de Bucarest se aproximaron inexorables aunque, por fortuna, a la limitada velocidad que permitía la discreta calidad de la autovía.
Mª Ángeles Jiménez
SEMA
Fotografías de la autora