Transilvania, sentidos y emoción

 

Desperté a Transilvania al tiempo que despertaba a los Cárpatos. Y, créanme, no hay nada irreal en el aparente simbolismo de la frase. Cuando mis párpados dejaron de proteger el sueño indefectible de las primeras horas de la tarde en el autobús, mis retinas se inundaron con un paisaje verde, empinado, de forestación tupida y vertical que impresionaba. En la cercanía, la caída lateral del borde ajustado de la carretera deshacía de un plumazo el último recuerdo consciente de los ingentes campos de cultivo de maíz y girasol. Transitábamos en obligado zig-zag hacia nuestra propia montaña, la paralela al territorio que me había impactado emocionalmente. Pequeñas gotas de lluvia tapizaban en aquel momento el cristal y conferían un halo de irrealidad al súbito encontrarse con la naturaleza exuberante de esta región rumana.

Volver a la consciencia en territorio ignoto era para mí una llamada urgente a emprender la búsqueda de motivos a través del objetivo de la cámara. Y no era fácil, a primera intención, decidir si lo que trataba de plasmar era de toma obligatoria, por ser representación genuina o puede que global del entorno, o una simple singularidad con visos de atrevimiento. Al final, decidí, como siempre, tratar de equivocarme por el exceso, un exceso que en muchas ocasiones se descartaba a sí mismo por la nula calidad de los planos y, para mis prisas de exploradora urgente, la desesperante velocidad de proceso de mi cámara de bolsillo.

Arquitectura de Transilvania

Ya en aquellos serpenteos decididos de la carretera, que el autobús afrontaba con decisión inequívoca, llamaron mi atención las torres de base cuadrada de las iglesias y el estilizadísimo y puntiagudo acabado de sus tejados piramidales. La forma rectangular de las viviendas y su colocación perpendicular a la ruta era la siguiente singularidad que terminé por confirmar como habitual. Las casas de estos pueblos pequeños, ocupando superficies aparentemente rectangulares o en L y con la entrada dando la espalda a la carretera, formaban paralelas sencillas, continuas y perfectamente organizadas, completadas a veces por una pequeña construcción al fondo, muy posiblemente destinada a albergar animales o aperos. Sorprendían también la poderosa inclinación de los tejados y el diseño de sus tejas, pequeñas y planas, sustituidas a veces por grandes paneles de color cobrizo en los más modernos. Este tipo de techados, fácilmente explicables dada la cercanía de las montañas y lo temperamental del clima, solía verter a cuatro aguas y contaba con una multiplicidad de acabados puntiagudos dónde con frecuencia destacaba una o dos cruces presidiendo la parte más elevada de la edificación.

La presencia iconográfica de la religión estaba ampliamente difundida. Las figuras de los cristos crucificados, en imágenes unidimensionales, o las mínimas capillas, todos ellos protegidos por tejadillos diminutos, surgían de cuando en cuando sin que consiguiera llegar a saber el porqué de su presencia vigilante. Los cementerios despertaban mi curiosidad por las grandes diferencias con nuestras pretenciosas colecciones de minimausoleos. La organización lineal y homogénea de las sencillas cruces, directamente ancladas en la tierra, rellenaban unos espacios perfectamente anexos a los pequeños pueblos que encontrábamos. A lo lejos su presencia se hacía todavía más singular por el punteado exquisitamente simétrico de sus formas blanquecinas.

 

Poner pie en tierra en Transilvania fue ponerlo en Brasov. De la ciudad presidida por la altura dominante de los Cárpatos y su característica cobertura de verde conífera, recuerdo especialmente ese primer e inconfundible sabor a ciudad medieval y el atractivo contraste de los colores de su atardecer. La iluminación nocturna de la catedral de San Nicolás, una joya construida en el siglo XV y rehabilitada en el XX, revelaba su atractivo magnético reclamando para sí misma la primera visita.

A la luz del nuevo día, el casco antiguo de la ciudad fue ofreciendo paso a paso sus encantos con un mínimo jardín botánico como antesala a pocos metros de Escuela Universitaria de Agricultura. Si los detalles de la arquitectura de las torres en cualquiera de estas ciudades simbolizaban el poder que ostentaban, las de Brasov confirmaban el peso ejecutivo, nunca mejor dicho, que tuvo a lo largo de los siglos. Acceder a la amplia explanada de la plaza del Consejo y la madura antigüedad gótica de la Iglesia Negra, en pleno proceso de rehabilitación, bastaba para imbuirse del sabor renacentista que lo dominaba todo. Traspasar el umbral de la primera iglesia ortodoxa que encontramos fue un momento único de admiración total. Ningún otro tipo de templo puede superar la intensidad interior de los ortodoxos, la fuerza de las figuras y el juego incomparable de colores.

Brasov: Plaza del Consejo con su torre

Acceso a la catedral de San Nicolas

Entrada de una iglesia ortodoxa

Estatua del humanista Johannes Unterus

Ambiente del centro con los Cárpatos al fondo

Detalles de la fachada de la catedral de San Nicolás

Reloj en la torre de la Iglesia Negra. Bello contraste de color

Aun así, y a pesar de tanta elocuencia en la novedad, y como no puedo olvidar que las cosas mundanas también forman parte del viaje, tengo que dedicar un breve apunte, nada emocionado por cierto, al pălincă, un brebaje que, sin ningún género de dudas, prepara el demonio y que probé por primera en Brasov. Y digo esto porque será difícil olvidar su impacto tras haber dejado que mi garganta sirviera de campo de pruebas a la pulsión de los que disfrutan experimentando con los licores locales. No puedo describir nada coherente del paso de ese veneno alcohólico por mi tubo digestivo. Y no puedo porque sencillamente sus 50 grados arrasaron sin más con las papilas gustativas y todo lo que encontraron a su paso dejando el inocente tejido conjuntivo del epitelio digestivo poco menos que cauterizado.

Llegando de un país y habitando un continente con siglos de historia detrás, podría parecer imposible que las fortalezas y los cascos históricos de las ciudades de Transilvania nos impresionaran. Y, sin embargo, así fue. Quizá fuera la luz cautivadora del atardecer o el prometedor renacer matinal lo que hacía más patente la sensación de estar adentrándose sin remisión en los siglos pasados. Sin duda algo inaprehensible se elevaba de los empedrados para obnubilarnos tras el choque recurrente de nuestras modernas zapatillas de viajeros y no fuimos conscientes de ello.

Si retroceder en el tiempo fuera posible, hubiera escogido sin duda visitar la iglesia fortificada de Prejmer como primera traslación al más atrás. Comenzada a construir en el siglo XIII por los Caballeros Teutones, al igual que otras muchas edificaciones fortificadas, relativamente frecuentes en la región, las características y la evolución a lo largo de los siglos de la construcción permiten imaginar las duras acometidas de tantas ambiciones conquistadoras y muy especialmente las de las hordas otomanas. Al amparo de los altísimos muros, la disposición interior de los habitáculos empotrados en ellos y organizados en dos alturas conectadas entre sí por escaleras exteriores en madera, conforman alrededor de la iglesia dedicada a la Santa Cruz una malla tupida e incrementan a cada paso la sensación de dura resistencia a las acometidas guerreras que planea en su espíritu. No es extraño el reconocimiento de la UNESCO a la singularidad y el buen estado de conservación de esa maravilla histórica.

Prejmer: exterior de la muralla y torre de la iglesia

Vista interior de los muros. Comunicación de las estancias

Iglesias fortificadas de Transilvania patrimonio mundial (UNESCO)

Iglesia de Prejmer dedicada a la Santa Cruz (siglo XIII)

Ábside hexagonal. Planta original en cruz griega

Plano con la planta de la iglesia en el siglo XV

Conjunto en el siglo XVII (restaurado en el XX)

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