Es completamente imposible que quienes pisan la ciudad-fortaleza de Sighisoara no sientan de inmediato el peso abrumador de su mundialmente conocida celebridad: Vlag Dracul, El Empalador. La ciudad al completo es un entramado medieval. Amurallada y protegida por una parte de las torres de defensa que correspondía defender a los distintos gremios, guarda aún, como un edificio más del conjunto, la casa (ahora, cómo no, en funciones de restaurante) del gobernante convertido en leyenda por su crueldad, muy probablemente consecuencia coherente, aunque extrema, con los tiempos y los duros aprendizajes a los que le sometieron los turcos.
He de confesar que debo agradecer muy poco a la habitación que me alojó en el cuarto piso del hotel en Sighisoara. Entre otras cosas, porque confortable, precisamente, no era el modelo de colchón, con acabado en alambres de nulo almohadillado, y al que sorteé como pude durante la estancia allí. Debo agradecer muy poco, pero sí algo impagable para mí porque fue precisamente la aparente incomodidad de mi habitación y la búsqueda de confort lo que me permitió descubrir que el tragaluz era un mirador privilegiado. Así, pude aprovechar la altura de ese último piso para entrever la iluminación nocturna de la torre principal y disfrutar de una perspectiva que la traslúcida claridad de la primera hora de la mañana transformaba en un íntimo espectáculo mágico.
Cluj-Napoca es la segunda ciudad en importancia por número de habitantes y por peso universitario de Rumanía. Ubicada en la antigua Dacia, el enclave es de origen romano y perteneció al imperio húngaro durante siglos, de ahí que esté habitada por dos grandes comunidades: rumana y húngara. La plaza de Mihai Viteazul (Miguel el Valiente) y su estatua ecuestre son el centro neurálgico del casco antiguo y el lugar donde tuvimos la suerte de coincidir con el festival húngaro. A pocos metros de ella se conserva como museo la casa natal de Matias Corvino, rey rumano, dado su lugar casual de nacimiento, pero de los húngaros. La complejidad de ejercer una defensa eficaz formando parte del camino de casi todos los invasores posibles es fácil de suponer al recorrer una parte de la muralla, en perfecto estado de conservación, que se puede encontrar en diferentes lugares del núcleo urbano actual.
La religión ortodoxa es abrumadoramente mayoritaria en Rumanía (90%). Católica y evangelista se reparten el resto de los fieles aunque, en apariencia, los edificios de los diferentes cultos podrían indicar un mayor equilibrio entre ellos. Cluj-Napoca cuenta con la iglesia católica más grande del país, San Miguel (siglo XIV) y, sin embargo, es la abierta acogida de la catedral ortodoxa, generosa en su majestuosidad, la que más impresiona. A vueltas con las huellas que el paso de su historia ha ido dejándole, no puedo dejar de mencionar el habernos cruzado con el monumento “a la resistencia anticomunista” y, muy especialmente, el dedicado a la memoria de los “aproximadamente 18.000 judíos, habitantes de la ciudad”, deportados por los nazis a Auschwitz. No es historia precisamente lo que le falta a la ciudad.
Aunque no cuento con respaldo matemático alguno que lo refrende, me atrevo a decir que fue Sibiu la ciudad más admirada por todo el grupo, la que nos dejó en el paladar el sabor más nítido a insatisfacción tras alejarnos de ella. El trazado medieval, perfectamente conservado, ocupa en ella una superficie muy superior al de todas las ciudades visitadas. En la plaza Grande, por cierto, notoriamente más grande que otras mundialmente famosas, la apariencia de ojos entrecerrados de las características ventanas en los tejados cuasi verticales hacía más que creíble su mítica función de espionaje por parte del Consejo de la ciudad. La habitual, pero no menos singular, Torre del Consejo que ensambla y preside esta plaza y la Menor, anexa a ella, permite al viajero que se atreve a afrontar sus escaleras interiores una vista circundante en la que es posible conocer en detalle el progreso paulatino y secular de esta ciudad con la que resulta tan fácil encariñarse. Y quedaría muy en deuda con ella si me olvidara de mencionar en estas líneas el concurrido ambiente de sus terrazas, el puente de las Mentiras, la catedral evangelista y los pasadizos que conectan calles escalonadas y múltiples rincones rebosantes de historias; todo genuino, a pesar de la luz nocturna amarillenta que pugnaba por desvirtuar la objetividad de las sensaciones y, de paso, confundir nuestra capacidad de orientación.