El Mediterráneo, el mar entre tierras, se ha convertido en los últimos tiempos en un cementerio para miles de personas que arriesgan su vida cada año huyendo de realidades más aciagas. Las mafias se alimentan de la desesperación mientras que en Europa los Estados y las ONG difieren a la hora de proponer una solución a esta crisis humanitaria. Más allá de la política, es muy necesario también que este drama sea observado desde una perspectiva humanística que reflexione y haga reflexionar sobre la actuación del ser humano ante situaciones de emergencia como esta.
Ermanno Olmi (1931-2018), cineasta italiano continuador del Neorrealismo, tristemente fallecido el pasado mes de mayo, aborda esta crisis en El pueblo de cartón (Il villaggio di cartone en su título original), una de sus últimas películas, presentada fuera de concurso en la sexagésimo octava edición del Festival Internacional de Cine de Venecia en 2011. En El pueblo de cartón, una iglesia en una ciudad costera italiana es clausurada contra la voluntad de su anciano sacerdote (Michael Lonsdale), que observa impotente el desmantelamiento de las imágenes religiosas. Esa misma noche, un grupo de inmigrantes africanos (interpretados por actores no profesionales), recién desembarcados, se refugia en el templo huyendo de la lluvia y de la policía. El sacerdote, aun con la oposición del sacristán (Rutger Hauer) y de las fuerzas del Estado, decide concederles asilo. Este es el punto de partida de la película que, con pretensión humanista y la parábola como medio para canalizar su discurso, inaugura esta sección sobre cine y humanismo, amén de que estas palabras sirvan de remembranza a un cineasta comprometido cuya obra merece ser tenida en cuenta.
La imagen de Cristo crucificado siendo descolgada de su posición sobre el altar resume el marcado contenido simbólico de la escena de apertura del filme. Como un deus ex machina a la inversa, la retirada de las imágenes y la inminente clausura de la iglesia plantean el conflicto moral de un sacerdote que no negará el asilo a los inmigrantes refugiados en un templo ahora reconvertido en un improvisado campamento hecho de cartones. Desprovista de su pompa y ornamento, la iglesia recupera su labor fundacional al servicio de los necesitados: la cultura religiosa se pone al servicio de las personas y no al revés. Solo un pequeño grupo escultórico de Cristo en la cruz, colocado por el párroco sobre el altar, revela la naturaleza cristiana del lugar; ello y el compromiso para con el prójimo de su párroco, ahora relegado de su oficio religioso, pero presto a la acción, a la solidaridad y a la caridad como fundamento de su identidad cristiana. Esto lo definirá el director como diábasis, subtítulo de la película. La palabra griega diábasis significa, literalmente, “camino a través de”; Olmi la emplea con el sentido específico de “la palabra que se hace acto”, como aludiré más adelante, según explica él mismo en Un foglio bianco (Maurizio Zaccaro, 2011), documental sobre el proceso creativo y la producción de El pueblo de cartón. No se oculta, pues, en la obra de Olmi, una lectura cristiana de la misma, pero esta es una lectura desprejuiciada, que aborrece el poder dogmático y la ostentación de la Iglesia. El suyo es un cristianismo humanista planteado en términos generales, universales, que se entiende con el laicismo representado en el médico que visita al sacerdote y que acaba trascendiendo el contenido religioso para confluir, finalmente, en humanismo.
Esta manera de entender el humanismo que propone Olmi a la hora de abordar el conflicto moral del sacerdote, pero también el drama social y humanitario que supone la crisis de las migraciones en el Mediterráneo, casa con el tono que otorga el cineasta italiano a la película, alejado de las características neorrealistas de sus inicios. A pesar de desarrollar un tema de dolorosa actualidad que podría requerir un tratamiento realista, Olmi sitúa la acción en el terreno de la fábula, de la parábola, con el discurso por encima de la historia y con personajes símbolo que juegan con la alegoría bíblica y declaman con cierta afección ya no sus problemas como individuos, sino reflexiones sobre la propia condición humana. La naturalidad, pues, se pone al servicio del discurso, no por afectado menos válido.
El tiempo parece detenerse durante los días que dura el asilo en el templo de cartón para ceder paso a la palabra y al silencio, a la reflexión y a las miradas, mientras se emiten imágenes, en el viejo televisor del sacerdote, de una barca varada en la orilla y se escucha el ruido de helicópteros y sirenas fuera de los muros de la iglesia, amenaza de una eventual intervención policial. Esta intervención tiene lugar finalmente en el episodio clímax del largometraje, en una escena de composición simétrica acorde con el tono pausado del filme, donde algunos de los inmigrantes se sientan junto al altar, cual suplicantes en un santuario, mientras los efectivos de la policía irrumpen armados en el templo. Ante esto, el sacerdote no dudará en interceder por sus asilados. Ya no solo no se opone a un asilo que acepta pasivamente, sino que es un agente activo en la defensa de su causa: de nuevo, diábasis. La palabra sale del plano abstracto del pensamiento teórico y se hace acto con el ser humano como centro del discurso.
Finalmente, el sacerdote, debilitado, espera la muerte como un suplicante que pide asilo a la divinidad. El grupo de inmigrantes abandona el templo y continúa su periplo: su refugio en la iglesia era solo una parada en un camino con destino incierto. Y el Mediterráneo, tumba de muchos otros, inunda los títulos finales de crédito. El acto del sacerdote, aunque solo afecte a un grupo reducido de personas, recupera el componente humano, a veces olvidado, frente a la actitud de la Iglesia y el Estado, representados en el sacristán y las fuerzas policiales respectivamente, que deja en evidencia el papel de Occidente en la gestión de esta crisis. Humanismo y humanidad se entienden como perspectivas necesarias a la hora de abordar este drama: “O cambiamos el curso de la historia, o será la historia la que nos cambie”, palabras con las que Olmi pone punto final a El pueblo de cartón.
Isidro Molina Zorrilla