“Y vio Dios que la luz era buena, y separó la luz de las tinieblas”.
Génesis 1:4
Un hombre entrena a un galgo en la playa. Una mujer friega la escalera de entrada a una casa. Otro hombre prepara café, ofrece una taza con una pajita a un anciano dependiente y se sienta a su lado para ver un reality en la televisión. Un último se dedica a cuidar un pequeño huerto. Son el padre Vidal, la hermana Mónica, el padre Ortega, el padre Ramírez y el padre Silva. Viven parcialmente aislados en una misma casa de La Boca, una pequeña localidad costera de Chile, “una casa importante para la Iglesia. De recogida, de oración”. “En la mañana nos levantamos, oramos. Después tomamos desayuno y después hay tiempo libre, para los asuntos personales. A las doce estamos celebrando la misa […]. A la una estamos almorzando. Después cantamos. Después tenemos libre y a las ocho y media comemos. A las ocho rezamos el rosario”. “Llevamos una vida santa, es muy bonito, de verdad es muy bonito”, insiste la hermana Mónica.
La llegada de un nuevo sacerdote, el padre Matías, incomoda al resto de inquilinos. Este no quiere quedarse, no es un ‘invertido’, asegura. Pero la incomodidad deriva en caos cuando un hombre ebrio y de aspecto desaliñado llamado Sandokan se para frente a la fachada de la casa y comienza a denunciar a gritos una serie de abusos sexuales que sufrió en la infancia por parte del padre Matías. El explícito y crudo relato se corta en seco: el padre Matías, con una pistola que le habían proporcionado los otros curas para amedrentar al hombre, se pega un tiro en la sien frente a su víctima. Sandokan se marcha y los religiosos se reúnen alrededor del cadáver para rezar el rosario. Ante la policía, la hermana Mónica, vestida con su hábito, cuenta una versión tergiversada de los hechos que ignora a Sandokan y las circunstancias en las que se ha dado el suicidio. Retirado el cadáver, friega los escalones cubiertos de sangre.
“Es un cine hecho para levantar susceptibilidades”, afirmaba para El País el chileno Pablo Larraín, director de El club (2015), tras el éxito cosechado a raíz de ganar el Gran Premio del Jurado del Festival de Berlín en 2015. Tras los 15 primeros minutos de metraje no cabe duda de que lo consigue. Y esto no es exclusivo en su filmografía. La reciente Ema (2019) abordaba sin tapujos el maltrato infantil y la maternidad a ritmo de reguetón, y con películas como Neruda (2015), Jackie (2016) o Spencer (2021) el retrato a personalidades como Pablo Neruda, Jacqueline Kennedy y Diana de Gales se aleja de la hagiografía a la que tiende el biopic hollywoodiense. Para El club, que abunda en la culpa y la asunción de responsabilidades, Larraín y su director de fotografía Sergio Armstrong optan por una fotografía nebulosa de tonos fríos, con constantes desenfoques, que incide en la turbulencia moral de sus personajes. La propuesta es provocadora: la denuncia a la impunidad de la Iglesia Católica es clara, y eso ya bastaría para incomodar a muchos, pero además los diálogos se suceden entre la solemnidad eclesiástica y una irreverencia cercana al humor negro que contrasta con la sutileza con la que el espectador esperaría que se tratase en una película la pederastia, entre otros temas delicados.
Planteado este escenario, la trama se desarrolla gracias a la inclusión de un nuevo personaje, el padre García (Marcelo Alonso), que convierte la película en una suerte de thriller policial. Mientras que la policía parece aceptar la versión de los hechos contada por los religiosos, García comienza una investigación para revelar la verdadera naturaleza del suceso manteniendo entrevistas con los inquilinos de una casa que, redefine, “no es un spa. Tampoco es una casa de retiro. Es un centro de oración y penitencia. Es un lugar de arrepentimiento”. Gracias a esto, el espectador tiene la oportunidad de conocer el pasado de los curas y de la hermana Mónica (Antonia Zegers), quien actúa como celadora, mientras la presencia en el pueblo del atormentado Sandokan (Roberto Farías) amenaza con volver a desestabilizar el frágil equilibrio de su convivencia.
García es presentado como un miembro de la “nueva Iglesia”, un “director espiritual” experimentado en situaciones de crisis, “muy preparado y muy hermoso”. Practica running por la playa al amanecer vestido de The North Face y hace pausas para rezar en la orilla. Su propósito es reformador: “más oración, menos paseo, más penitencia, menos perro, más verdura, menos pollo”. No concibe que el retiro de unos religiosos pecadores y delincuentes permita la ingesta de alcohol o el entrenamiento de un perro de carreras con el que se lucran, a pesar de que el cariño por Rayo, el galgo, sea genuino, al menos por parte del padre Vidal (Alfredo Castro). Poco a poco los motivos por los que los curas están retirados se van desvelando: desde acusaciones de pedofilia a la participación en una trama de niños robados. Su penitencia, sin embargo, es inefectiva, no muestran arrepentimiento por unas acciones que, de no ser por la intervención de la Iglesia, habrían sido juzgadas por un tribunal laico.
La lucidez de Larraín y sus guionistas Daniel Villalobos y Guillermo Calderón lleva al espectador a que se pregunte quiénes son más hipócritas, si los religiosos apartados que justifican sus crímenes en nombre de Dios o esta arrogante “nueva Iglesia” que solo tiene de nueva la ropa de marca y que, a la hora de la verdad, no tiene la más mínima intención de alterar el statu quo. “Yo amo a la Iglesia y no quiero hacerle daño”. Y este es el club cuya jerarquía legitima y ampara a quienes creen que la única justicia ante la que deben rendir cuentas es la de Dios todopoderoso. El perdón no repara. No basta con separar la luz de las tinieblas. Hay que disiparlas.
Isidro Molina Zorrilla
Doctor en Filología Griega
epistemai.es – Revista digital de la Sociedad Erasmiana de Málaga – ISSN: 2697-2468
Molina Zorrilla, I. ‘El Club’, de Pablo Larraín. epistemai.es [revista en Internet] 2021 octubre (15). Disponible en: http://epistemai.es/archivos/4397