Lazzaro feliz, de Alice Rohrwacher

 

Lazzaro felice, póster italiano

“Y dicho esto, gritó con voz potente: “Lázaro, sal afuera”. El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: “Desatadlo y dejadlo andar”. Juan 11, 43-44.

Lazzaro despierta, aturdido, al pie del acantilado del que se había despeñado. Un lobo viejo huye de la escena. A pesar de la caída, no parece herido. Se levanta y comienza a andar. Llega a la mansión de la marquesa. No queda nadie, ni su abuela ni Antonia ni Tancredi. Lleva tiempo abandonada. Lazzaro camina hacia la ciudad en busca de aquellos con los que creció. Las torres de telecomunicaciones parecen construcciones del futuro. Los coches se mueven de un lado a otro. Las palas excavadoras provocan un ruido atronador. Ha pasado el tiempo, años, pero Lazzaro no ha cambiado. Y el mundo, aunque irreconocible para él, tampoco.

Alice Rohrwacher toma la resurrección de Lázaro como inspiración para su última película, Lazzaro feliz (Lazzaro felice, en su título original): la cineasta italiana parte del motivo bíblico, hartamente representado en las artes plásticas, para proponer una reflexión sobre la naturaleza humana que comulga tanto con el neorrealismo italiano como con el realismo mágico, un cuento entre la atemporalidad de la parábola y la enjundia del cine social. Con este, su tercer filme, que presentó en la sección oficial de la septuagésima primera edición del Festival de Cannes en 2018 (donde obtuvo el premio al mejor guion), Rohrwacher confirma las buenas sensaciones que generó con El país de las maravillas (2014) y se consagra como una autora con un universo propio, lírico, evocador y sutilmente estrambótico, aparentemente ingenuo, pero crítico y sustancioso.

Alice Rohrwacher

En La Inviolata, una finca aislada del resto del mundo, la marquesa Alfonsina de Luna explota a los hombres y mujeres que trabajan la plantación de tabaco del terreno. Ni reciben sueldo ni se respetan sus derechos laborales, pero se resignan a ese modo de vida rural y humilde, crean un fuerte sentimiento de comunidad y encuentran la felicidad en el trabajo duro del campo y los pequeños placeres. Entre los campesinos, el joven Lazzaro (un debutante Adriano Tardiolo) destaca por su inocencia y su bondad, y precisamente por esto, los otros campesinos se aprovechan de él para que realice las faenas más duras. Lazzaro siempre está dispuesto a ayudar a quien lo pida, aunque este realmente no lo necesite, y a preparar café para quienes después le dan el plante. La propia marquesa lo percibe: Lazzaro es el esclavo de los esclavos, el último eslabón de una cadena de opresiones donde el más débil es el ser más humano y bondadoso. Aun así, Lazzaro vive confiado, feliz, como embrujado por la luz de la luna. Il grande inganno de la marquesa es finalmente descubierto por la policía y los campesinos son llevados a la ciudad para ser reintegrados en la sociedad. Sin embargo, en lugar de prosperar, son víctimas de un sistema que vuelve a oprimirlos y los condena a vivir como marginados.

La muerte y resurrección de Lazzaro funciona como una bisagra fantástica que divide la película en dos partes: una primera en una ambientación rural, casi bucólica, donde conocemos a Lazzaro en su entorno, y una segunda urbana, apagada, con tintes de distopía, donde se reencuentra con su antigua familia. Y en ambas caras del díptico, la sonrisa luminosa de Lazzaro sirve de guía para encontrar un pequeño resquicio de esperanza en un mundo donde el hombre nunca deja de ser un lobo para el hombre.

Fotograma de la película

La crítica especializada observó ecos de Pier Paolo Pasolini o Vittorio De Sica en la fábula de Rohrwacher, pero también de Federico Fellini (la sonrisa soñadora de Adriano Tardiolo solo encuentra rival en la radiante mirada de la Gelsomina de Giulietta Masina en La Strada) y del cine-parábola de Ermanno Olmi, de quien ya hablamos en la primera entrega de La claqueta. La comparación con este último no es nada azarosa: como Olmi, Rohrwacher parte del simbolismo cristiano para ofrecer un relato atemporal que funciona a la vez como crítica social y reflexión sobre la condición humana. Pero mientras que el veterano cineasta encontraba en el cristianismo menos dogmático una expresión genuina de humanidad, Rohrwacher presenta la religión como otra forma más de opresión. La marquesa justifica su actuación y somete a los campesinos por designio divino: “es el agricultor que cultiva y no el erudito que estudia quien está más cerca de Dios”, sermonea. El cura, cómplice de la explotación de los campesinos, solo aparece para bendecir la trilladora y las monjas expulsan de la iglesia al pobre grupo de marginados que se acerca para poder disfrutar de la música del órgano en un momento de gran vulnerabilidad. Pero a veces la verdadera bondad obtiene pequeñas victorias: el órgano deja de emitir sonido, la música celestial abandona los muros del templo y acompaña ahora a Lazzaro, como si fuera el santo que ahuyenta al lobo viejo que siembra el terror en la comarca y acosa a las gallinas.

Fotograma de la película

Pero como si de una subversión del relato de San Francisco de Asís y el lobo de Gubbio se tratase, Lazzaro nunca conseguirá amansar al lobo. El santo cae sobre la nieve, abrumado, exhausto, y el lobo, aunque famélico, resiste. La visión de Rohrwacher es finalmente pesimista, el simbolismo de las imágenes que evoca la cineasta convierten la locución latina del homo homini lupus en una profecía que termina por cumplirse. El sistema se ceba con los más débiles. El antiguo esclavista contrata inmigrantes por un euro la caja de aceitunas. E, incluso entre los desgraciados, aquellos que otrora gozaron de un mayor estatus social se las acaban ingeniando para quedarse con los mejores pasteles. El santo Lazzaro no amansa al lobo, pero la bestia ya no volverá a acechar el gallinero. Los antiguos campesinos, antes oprimidos por una suerte de feudalismo moderno y ahora por un capitalismo que ignora a los marginados, deciden regresar a La Inviolata para trabajar la tierra y vivir, por primera vez, por ellos y para ellos mismos. Lazzaro, embrujado, mira a la luna y deja caer una lágrima antes caer por última vez, víctima de la ignorancia y la maldad del ser humano. El lobo sigue su camino, entre los coches de la ciudad.

 

 

Isidro Molina Zorrilla


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