Haces de luz

Unamuno: agonizante peregrino de Dios

 

“Este donquijotesco don Miguel de Unamuno”, como le saludaba a Antonio Machado, nació en Bilbao en 1864 y murió en Salamanca el 31 de diciembre de 1936. En esta ciudad transcurrió lo más fecundo de su existencia, entregado a su cátedra de griego, a sus andanzas y a sus coloquios infatigables. Unamuno era un espíritu de dimensiones excepcionales y, para mí, una de las mentes más profundas y originales de Europa. Desde mis inicios en el campo de la Filosofía y la Teología, Unamuno ha sido el filósofo español, junto a don Manuel García Morente (1886 – 1942), que mayores inquietudes /“agonías” me ha producido en la “búsqueda”  de Aquél que tiene la “razón de ser” en sí mismo: DIOS. “Por aquella  noche oscura / yo iba buscando a Dios / sin saber que lo llevaba / dentro de mi corazón”, como dejé expresado en “Mi cante es una oración” (Lp. Málaga, 1988).

Unamuno fue un hombre de temperamento batallador. Sentía los problemas esenciales de la vida con terrible intensidad y dedicó todo su esfuerzo a comunicar a los demás la angustiosa inquietud que agitaba su alma para despertarles de lo que él llamaba “la modorra espiritual”. No concebía la auténtica vida del espíritu sino como “un perpetuo estado de zozobra”, como lo describe el Profesor J. García López en “Historia de la Literatura Española”, pág. 550 (Madrid, 1965).

Toda la obra unamuniana se halla saturada de una honda preocupación filosófica. Sin embargo, la filosofía no es en él una actividad puramente intelectual ni un mero conjunto sistemático de verdades racionales, sino algo “intensamente vivido”. Por eso, todas sus ideas y afirmaciones llevan el sello de su atormentada personalidad: “… Ya lo sé, soy antipático a muchos de mis lectores, vivo en lucha íntima… Las ideas que de todas partes me vienen están siempre riñendo batalla en mi mente y no logro ponerlas en paz… No quiero vivir en paz ni con los demás ni conmigo mismo”, nos dejó dicho la más vigorosa personalidad de la Generación del 98.

Hay, a mi modesto juicio, dos obras fundamentales para definir bien la “agonía”- su  etimología griega es “lucha” – la inquietud, el tormento… que definen los problemas religiosos de Don Miguel: “Del sentimiento trágico de la vida” (1913), su obra fundamental, “…donde se plantea en toda su amplitud el tema de la inmortalidad y del conflicto entre la razón y la fe, entre la lógica y la vida, entre la inteligencia y el sentimiento”. En la imposibilidad de conciliarlas radica, para el “Maestro” Unamuno, “el sentimiento trágico de la vida”, que distingue a los españoles de los demás pueblos europeos. De una lenta y reflexiva lectura, podemos comprobar que para don Miguel la fe sólo será “fecunda y salvadora” cuando tenga como base la lucha constante entre el escepticismo racional y el ansia vital de inmortalidad. Así lo intenta demostrar cuando afirma que “Razón y fe son dos enemigos que no pueden sostenerse  el uno sin el otro… Tienen que apoyarse uno en otro y asociarse. Pero asociarse en lucha, ya que la  lucha es un modo de asociación…” (Del sentimiento trágico de la vida).

Muchas son las ediciones aparecidas de esta genial obra. No obstante, no concuerdo con don Miguel en que “razón y fe” tengan que estar separadas. Recurro para ello a la autoridad de, entre otros, San Anselmo (1033 – 1109) en su “Proslogium”; San Buenaventura (1221 – 1274) en su inmortal “Itinerarium  mentis ad Deum, Nicolás de Cusa (1401 – 1464) en “De Deo abscondito” o, mejor aún, en Santo Tomás de Aquino  (1225 – 1274) con su “Suma de Teología”, Descartes ( 1596 – 1650) en “Discurso del método” y -¡cómo no!- a los documentos del Concilio Vaticano II (1962), que, por desgracia, no llegó a conocer Unamumo, aunque poco le decían las cosas de la Iglesia Católica: en su soberbia y arrogancia la despreciaba, a pesar de su “profunda y arraigada” fe en la niñez y algunos años de su atormentada existencia.

Precisamente la preocupación religiosa que revela “Del sentimiento trágico de la vida” -y que por otra parte sustenta toda la producción  de Unamuno– sirve también de eje a un largo ensayo: “La agonía del cristianismo” (1925). El título –la palabra “agonía”, como se ha dicho, está  tomada en su sentido etimológico de “lucha”- responde a la posición espiritual del autor, para quien el desasosiego y la inquietud constituían el factor capital de una auténtica vida religiosa. “Este libro fue escrito en París hallándome yo emigrado allí, a fines de 1924, y en singulares condiciones de mi ánimo, presa de una verdadera fiebre espiritual y de una pesadilla de aguardo…”, nos relata don Miguel de Unamuno, cfr. “Prólogo a la edición española”. Colección Austral, nº 312.

Reflejo de esta actitud son también sus lecturas preferidas: San Pablo, San Agustín, Sagrada Escritura, Místicos, Blas Pascal y, sobre todo, Soren Kierkegaard (1813 – 1855), cuyo pensamiento influyó notablemente sobre él, convirtiéndole en uno de los más inmediatos precursores de la filosofía existencialista de nuestros días. Puntos de coincidencia con el escritor danés -cfr. “El concepto de la angustia” sería, esencialmente su postura religiosa “antirracionalista”, de clara filiación luterana – y su sentimiento trágico de la humana existencia. No puedo olvidar los nombres de Adolf von Harnack (1851 – 1930) y Alfred Loisy (1857 – 1940) en la poderosa influencia del pensamiento de don Miguel de Unamuno y Jugo.

Por éstas y otras muchas razones, que escapan a la naturaleza de un artículo periodístico, la actitud religiosa de Unamuno ha estado sujeta a las más opuestas oscilaciones de la crítica, como hemos comprobado en el trabajo del Profesor Dr. Nemesio González Caminero (Universidad Gregoriana de Roma). La enjuiciaron desde el primer momento los católicos y los anticlericales. Para unos y para otros Unamuno era “ateo”. Evidentemente se equivocaban, conforme a mis reflexiones.

Puede decirse que don Miguel no era católico, pero ¿todas sus manifestaciones de inquietud religiosa eran insinceras? El no haberle reconocido un mínimo de religiosidad y espíritu de fe provocó en Unamuno aquel recelo ante los eclesiásticos y aquella virulencia con que a veces atacaba a los dirigentes del catolicismo español.

Respecto a los intelectuales, que con distinta tonalidad conceptuaban a Unamuno como ateo, el fallo es también notorio. Entre ellos, religiosamente resentidos y tal vez ateos prácticos, y el Unamuno que a todas horas hablaba de Dios, había un abismo. Mi juicio es: Unamuno fue un místico, un protestante, un ateo, un católico, pero honesto y sincero. Como cristiano creyente manifiesto: no se puede conocer a Jesús sin tener problemas. Si quieres tener problemas, ve por el camino que te lleva a conocer a Jesús, nos dice el Papa Francisco. Ser cristiano es lucha continua.

 

Alfredo Arrebola

Doctor en Filosofía y Letras


 

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