Cuando pienso en Irlanda no puedo estar de acuerdo con el gran Joaquín Sabina. “… / En Comala comprendí / que al lugar donde has sido feliz / No debieras tratar de volver. /…”, dice su canción Peces de ciudad. No, definitivamente no puedo estar de acuerdo con él en esa idea, y por eso he vuelto a Irlanda.
Retorna mi cerebro al filtro verde nada más otear su territorio y lo aplica a cada mirada. El manto de color se expande hasta donde acaba el más lejano de los horizontes y se agiganta en los pequeños detalles transformando el territorio entero, desde la más bella de las praderas que se alinea con las rutas, pasando por la generosidad de las arboledas, la magnificencia de los parques o los sencillos matices del más humilde de los emblemas culturales.
Sí, también he vuelto a Dublín. Es una tarde luminosa de septiembre la que nos recibe, y en ella, el placer de reencontrarse con una ciudad amable y cautivadora que se abre a los primeros días del otoño. Reconozco en sus calles el sabor que degusté algunos años atrás, aunque el tráfico de media tarde se muestre bastante concurrido en esas vías, ya que es la hora en la que los colegiales uniformados inundan las aceras. No me resulta fácil superar el auténtico cruce de cables de la conducción por la izquierda en este país. Mis neuronas reciben fuertes encontronazos en cada adelantamiento, desviación o rotonda. He tenido la oportunidad de revisitar lugares que conservo en la memoria, conocer otros nuevos y replicar alguna de mis costumbres viajeras. Desplazarme en tranvía es una de ellas, y casi más si se trata de las modernísimas Luas, cuyas dos líneas recorren gran parte de la ciudad -advierto a los lectores que este es un relato, textual y fotográfico, de singularidades de mi interés, no es artículo turístico, para eso ya hay otros miles de textos.
La explanada del Trinity College está llena de mesas dedicadas a captar estudiantes para sus ‘clubs’. Son decenas los que en estos comienzos de curso están decididos a atraer a sus filas a los nuevos compañeros. Los reclamos son ocurrentes, variados y, a veces, exponentes singulares de la bondad de lo ofrecido. Banderas, banderolas, bufandas o instrumentos varios crean el ambiente necesario para atraer a académicos neófitos y sorprender a turistas curiosos. No hay que buscar mucho para encontrar el club de tenis, los de rugby femenino, violín o ajedrez, y a su lado, forzando la llamada de atención, alguien disfrazado de pingüino y otro exhibiendo un excelente corte de pelo punky. No puedo evitar que el ambiente me sepa emocionalmente a cañas y a ese otro club universitario al que, salvando las funciones y las distancias, también pertenecí en una muy lejana facultad.
En este campus, fundado en 1592 y un ejemplo extraordinario de arquitectura Georgiana, es fácil observar la convivencia de dos mundos que no se prestan atención entre sí. Los universitarios auténticos que acuden a sus facultades para esas primeras clases del curso pasan sin prestar atención a los visitantes, la mayoría esperando el acceso a los dos principales atractivos del lugar: la Old Library y The Book of Kells (El Libro de Kells) (siglo IX).
No somos fáciles de impresionar los europeos, con tan larga y honda tradición cultural como por suerte tenemos. A lo largo de toda Europa, códices, iglesias, monasterios y catedrales compiten en leyendas y acontecimientos históricos con castillos y palacios. Aun así, la Old Library impresiona por su magnificencia -incluso, si como en esta ocasión los anaqueles están prácticamente vacíos por labores de mantenimiento de los más de 200.000 libros que acogen-. Descubro con alegría que uno de los bustos situados alrededor del espacio central, de los personajes que han construido el cuerpo cultural, no ya el irlandés, sino el mundial, homenajea a una mujer de extraordinaria relevancia para la ciencia. Rolasind Franklin, el tercer miembro del equipo que describió la hélice tridimensional del ADN y una de las grandes olvidadas (han sido muchas) por los Premios Nobel, que sí reconoció a sus otros dos compañeros de investigación, está ahí, entre los más grandes.
Sí decir Irlanda es decir pubs y rugby, decir Dublín es decir The Temple Bar. La coincidencia en una de esas tardes con uno de los partidos claves del mundial 2023 de este deporte -contra Sudáfrica, ganador a la postre del campeonato, a la cual gana Irlanda aquella noche por la mínima- crea un ambiente extraordinario en la zona, contagiando de entusiasmo a propios y extraños.
epistemai.es - Revista digital de la Sociedad Erasmiana de Málaga - ISSN: 2697-2468
Jiménez, MA. Irlanda, el país donde siempre hay que volver. epistemai.es [revista en Internet] 2023 octubre (21). Disponible en: http://epistemai.es/archivos/6601