Hace bastantes años, y con motivo de la redacción de un ensayo, me llegó un artículo de mi amigo Miguel Siles Cabrera, publicado en el diario La Tarde, de Málaga, el 2 de mayo de 1956, escrito con gran galanura y que él tituló: «Localización orgánica del amor». Yendo por delante mi agradecimiento, he aquí el fruto de mis reflexiones tras su lectura.
Que el corazón, esa víscera musculosa que tenemos dentro del tórax y que se contrae a lo largo de nuestra existencia acompasándose de un afinado o desafinado concierto de batería y flauta dulce, es la referencia sublimizada del amor, es sabido hoy por todos. No he podido localizar el origen de esta exaltación orgánica, aunque quizás el hecho pueda atribuirse a la preponderancia del corazón en la antigüedad sobre otras vísceras, por ser el impulsor de la sangre y por haber sido considerado en algunos tiempos como el asiento del alma, que todos buscaban por doquier.
De nuevo, rondando la mediación del siglo XVII se le debió ocurrir semejante ficción poética a algún vate enamorado, extendiéndose luego esta idea por contagio masivo al resto de los escritores de la época y al pueblo llano, muy dado entonces afanosamente a la lectura de poemas. De esta manera y con el paso del tiempo, el corazón no fue solo el hábitat del amor, primero de los enamorados ardorosos, sino que lo fue del amor fraterno, del filial, del paterno y del amor al prójimo. Y tan buen resultado se obtuvo de este arrendamiento, que el resto de los sentimientos –pasiones, miedos, venganzas, odios, agravios, amistad, generosidad, caridad– fueron a residir en algún escondrijo de las cavidades cardíacas. Y así, es frecuente oír que entre aquellas dos personas solo existía una «amistad cordial», o que aquel caballero tenía un «gran corazón», un «corazón magnánimo», o que la noticia le «encogió el corazón».
Pero esto no siempre fue así, porque hubo tiempos en que la importancia de esta víscera como locataria de sentimientos, fue desplazada por otra, no menos importante en cuanto a utilidad fisiológica en nuestro organismo, el hígado, con algunas sustanciales diferencias, ya que, si el corazón da cobijo a todos los sentimientos, el hígado es arrendatario sólo y exclusivamente del amor y de ninguna otra pasión o afecto.
Ya aparece el amor residiendo en el hígado en el Libro de los Proverbios, versículos 22 y 23, que versan sobre los artificios y destrezas de la mujer adúltera y los males que la acaecen al ser sorprendida en sus libidinosos devaneos: «Hasta que una saeta le traspase el hígado como ave que va aprisa al lazo y no sabe que se trata del riesgo de su alma».
Mucho más cerca, Shakespeare utiliza esta locación del amor y sus efectos en el hígado en varias de sus obras: La violación de Lucrecia, Mucho ruido y pocas nueces y Trabajo de amor perdido.
No ha arraigado, sin embargo, entre nosotros la proposición del Libro de los Proverbios o del propio Shakespeare de hacer residir al amor entre hepatocitos y bilirrubina, por lo que, con sumo agradecimiento hacia nuestro magnífico laboratorio metabólico, a la hora de expresar el más cálido y noble de mis sentimientos prefiero hacerlo como aquel caballero de gorguera y espada al cinto del cuadro que pintó mi ilustre paisano, dejando en paz al hipocondrio derecho. Lo dije y lo digo de todo corazón.
Pero, claro, el corazón, como cualquier otra víscera, de tanto latir o servir a la buena función orgánica, se “cansa”, se “fatiga”, envejece y muere. Cuando esto ocurre en el corazón o en el cerebro, acontece la muerte de la persona, donde estos órganos han tenido seguramente larga existencia. Naturalmente el hecho de la muerte, como cualquier otro acontecimiento de la vida, necesita de un diagnóstico clínico, fiel y verdadero, toda vez que la muerte puede ser real o solamente aparente y este último hecho ha originado a lo largo de la historia no pocas incertidumbres y miedos de algunos a ser enterrados vivos, cuando una muerte supuesta es confundida con una real.
El letargo o muerte aparente representa para mí una situación clínica de difícil definición, a pesar de haber asistido durante mi trayectoria profesional a muchos acontecimientos clínicos semejantes. La Clínica de la Universidad de Navarra lo define (muerte aparente) como “situación en la que el sujeto está vivo, pero sus funciones vitales, circulatorias, respiratorias, neurológicas, son tan débiles, que parece que está muerto”. Creo que esta definición es más acertada que la emanada de la Real Academia Española: “estado patológico caracterizado por un sueño profundo y prolongado de algunas enfermedades nerviosas, infecciosas o tóxicas”. En cualquier caso, son estados patológicos “cercanos a la vida y a un paso de la muerte”, que han originado pavor o miedo ante el temor de padecerlos y que en personajes célebres han quedado reflejados en las páginas de la historia, con más profusión en las épocas donde el diagnóstico médico no era muy preciso.
Como término médico para expresar bien y etimológicamente esta situación, el miedo a ser enterrado vivo, surge el vocablo tafofobia, de la autoría del psiquiatra italiano Enrico Moselli (1852-1929). Hoy nos parece un tanto chocante la utilización de estos términos, pero hubo una época, sobre todo en el romanticismo, caracterizada por primar lo diferente frente a lo común, en la que eran frecuentes los diagnósticos erróneos de muerte, y el pavor a un enterramiento “prematuro” no era infrecuente. Tanto es así, que se popularizó un invento un tanto curioso en las salas-velatorios de los difuntos en los cementerios. El fúnebre invento consistía en la instalación en la morgue, junto al difunto, de un sistema de cables y poleas conectado a un artilugio de campanillas que sonaban en el cuarto o en la casa del enterrador, y que actuaba solamente cuando el difunto dejaba de serlo y se movía. Tal era el miedo de ser enterrados vivos que existía entre los ciudadanos. La historia está llena de ejemplos. De alguno de ellos me ocupo a continuación, pero, naturalmente, antes es necesario exponer unos breves conceptos sobre el diagnóstico de la muerte real.
¿Cuáles son los criterios diagnósticos de la muerte? Desde que el médico utiliza los clásicos métodos exploratorios, los criterios no son otros que la comprobación del cese de las funciones vitales cardiorrespiratorias. Es sabido, que, desde mediados del siglo pasado, se utiliza otro tipo de criterio de muerte, que en esa fecha quedó legalizado en Estados Unidos, es la muerte cerebral o muerte encefálica (brain death) para referirnos al cese absoluto de toda actividad cerebral por la total ausencia del aporte de sangre y oxígeno. Por tanto, existen dos criterios diagnósticos de muerte: el cardiorrespiratorio y el criterio de muerte cerebral. Este último es imprescindible para realizar trasplantes de órganos, importante conquista de la ciencia moderna.
Ignoro si el miedo a ser enterrado vivo puede ser considerado clínicamente como un síndrome. Siendo así, además del sobrenombre de Frankenstein, el apelativo adecuado sería Síndrome de Chopin, pues nadie mejor que él desarrolló y expuso esta fúnebre situación. Su enfermedad le obligaba a reposo absoluto, aunque, naturalmente, vivía rodeado de damas de la alta alcurnia de París que, en su mayoría, se encontraban en la obligación de desmayarse en su presencia, en su cuarto abarrotado de dibujantes que se apresuraban a hacer un boceto. Pocas horas antes de morir, le pidió a Delfina Potocka que cantara para él, y así lo hizo aquella excelente artista, que interpretó el himno a la Virgen María, de Alesandro Stradella, al que se atribuía gran poder curativo.
Pero tanto era el miedo a ser enterrado vivo, que Mikolaj Chopin trató este tema varias veces en las cartas que dirigía a su hijo Fryderyk, rogándole que hiciera descuartizar su cuerpo antes de enterrarlo. Tenía pánico a ser enterrado vivo y poder resucitar en su tumba. En los últimos días de su vida escribió. “Si esta tos acaba asfixiándome, os suplico abráis mi cuerpo para que no sea enterrado vivo”. Su cuerpo permanece en Paris (cementerio Pere Lachaise), habiéndose obedecido su última voluntad, extrayendo su corazón que se depositó en la iglesia de la Santa Cruz de Varsovia.
Siempre se pensó que murió de tuberculosis pulmonar. El estudio apasionado del trascurso histórico de su enfermedad y los datos de la necropsia indican, casi con seguridad, que no murió de tuberculosis pulmonar, sino de fibrosis pulmonar, ya que presentaba entre otros hallazgos, cardiomegalia y cambios pulmonares, incompatibles con la tuberculosis cavitada.
Para concluir la nómina de estas fúnebres situaciones, además del letargo o muerte aparente, ya mencionada, en la literatura o historia aparece la muerte simulada, actuación cuasi teatral representada para obtener beneficios. Es lo que ocurre en la última obra de Moliere, El enfermo imaginario, donde el protagonista simula su fallecimiento para poner a prueba los sentimientos de sus familiares, descubriendo así, no solo la codicia y avidez de su esposa, sino también el amor de sus hijas.
Todas estas situaciones descritas aparecen aquí a modo de introducción para manifestar que hoy la muerte puede ser definida con precisión, tanto en sus causas como en el momento en que acontece, y esto así planteado es necesario, imprescindible, cuando en algunas circunstancias resulta conveniente y recomendable la realización de trasplantes de corazón.
Una fecha ha quedado indeleblemente escrita en los anales de la historia. El 3 de diciembre de 1967, el doctor Christian Barnard realizó el primer trasplante de corazón en Ciudad del Cabo. El Dr. Barnard sustituyó el corazón de un enfermo con insuficiencia cardíaca terminal y diabetes mellitus, Louis Washkansky, un comerciante de cincuenta y seis años, por el de Denise Darvall, una joven oficinista de veinticinco años que había fallecido por un accidente de tráfico. En realidad, lo que hizo posible la intervención fue la “temeraria decisión” de desconectar el respirador de la moribunda, ya sin ninguna esperanza de vida. Cuando el corazón se detuvo, Barnard, abrió el tórax de la donante y extrajo la víscera. A la vez otro equipo quirúrgico hacía lo mismo en el tórax del receptor. Mientras tanto, en una sala contigua, con altavoces estratégicamente colocados, sonaba una música, con tonos dulces y nostálgicos, con repeticiones de novedosas instrumentaciones y de intensidad creciente hasta el culmen musical. Era el bolero de Ravel, que de forma envolvente incluía toda la actividad quirúrgica realizada de forma insólita en ambos quirófanos. Del bolero de Ravel a un corazón nuevo, o al menos donado.
Este primer paciente trasplantado de corazón vivió apenas tres semanas. El 21 de diciembre de 1967, dieciocho días después de recibir su nuevo corazón fallecía de neumonía el receptor del primer trasplante de corazón.
El segundo trasplante tuvo lugar el 2 de enero de 1968. El trasplantado fue el doctor Philip Bleiberg, con técnica algo modificada y diagnóstico certero de muerte en el donante. El receptor vivió 563 días, prácticamente un año y medio. Hoy, miles de personas viven con un corazón trasplantado.
En 1974 se realizó, por primera vez en el mundo un trasplante heterotópico de corazón. La operación consistió en añadir un corazón sano a otro enfermo.
En España, el primer trasplante de corazón lo efectuaron Josep María Caralps y Josep Oriol en el Hospital Santa Crey i San Pau en mayo de 1984.
La mayoría de los trasplantados hoy día tienen una excelente calidad de vida. La estadounidense Kelly Perkins, ocho años después del trasplante, subió sin asistencia médica a la cima del Matterhorn, para luego bajar por su propio pie 4.478 metros: un verdadero reto. En su haber hay, al menos, diez montañas de esta dificultad, desde el Kilimanjaro o el Half Dome, en California, a la Cordillera Teton, en Wyoming. Estos retos, además de su éxito deportivo, lo tienen como promoción importante en la donación de órganos.
La tasa de supervivencia en España ha aumentado considerablemente. Hoy, más de 500 pacientes españoles trasplantados han vivido más de 20 años con excelente calidad de vida.
Enhorabuena a nuestros equipos de cirugía cardíaca. Quiero creer que no solamente aportan un sistema orgánico nuevo de bombeo de sangre, sino la localización orgánica de amor.
Ángel Rodríguez Cabezas
Asociación Española de Médicos Escritores y Artistas,
Sociedad Española de Historia de la Medicina,
Sociedad Erasmiana de Málaga
Bibliografía
-Ob. J. PPietraszko, Nasze powroty doChrystusa. Wydawnictwo sw. Stanislawa Archidiecezji Krakowskiej, Cracovia, 2001.
-Rodríguez Cabezas, Angel. Las supersticiones, reliquias olvidadas del folclore. Discurso de ingreso en la Asociación Española de Médicos Escritores y Artistas (Madrid), Málaga, 1992.
-Rodríguez Cabezas, Ángel. Episodios singulares de la Medicina. Boehringer Ingelheim S.A, Edición especial para Caronte, 1995.
-Szczeklik, Andrzej, Catarsis. Acantilado, Barcelona, 2010.
epistemai.es – Revista digital de la Sociedad Erasmiana de Málaga – ISSN: 2697-2468
Rodríguez Cabezas, A. Del bolero de Ravel a un nuevo corazón. epistemai.es [revista en Internet] 2024 octubre (24). Disponible en: http://epistemai.es/archivos/7812