Medicina, Adivinación y Magia: son los tres temas sobre los que versa este trabajo. Ahora parecen muy distantes entre sí, pero, en los primeros siglos de nuestra era, los tres términos se encontraban relacionados en torno a la enfermedad y la curación, a la búsqueda de la salud y de la salvación del alma. Dicha búsqueda involucró en mayor o menor medida a las diferentes tradiciones religiosas que había en torno al Mediterráneo; y estas, a su vez, sintieron la necesidad de ofrecer una respuesta concreta: unas (la griega, la egipcia, la romana) recurriendo a ciertas divinidades de su propio panteón, como Asclepio, Isis y Serapis, que concedían a los fieles remedios de sanación a través de la oniromancia y de ritos de purificación; otras tradiciones, en cambio, lo hacían entregándose a la figura taumatúrgica de Jesús y a las prácticas que realizaban los monjes y santos con el objetivo de alcanzar, además de la salud del cuerpo, la salvación del alma (1).
La iatromagia y la iatromancia, o sea el uso de prácticas adivinatorias aplicadas a la medicina, jugaron un papel muy especial en el mundo mediterráneo antiguo, pagano y cristiano, pues su fin era obtener la salud del cuerpo al mismo tiempo que la salvación del alma.
Para conseguir la curación, además de utilizar “los remedios comunes” propios de la medicina, era habitual recurrir, como dice Plutarco, “a purificaciones, amuletos (períapta) y ritos de incubación” (2); así lo confirma el cristiano Taciano que, en su intento de proteger la fe cristiana contra las interpolaciones paganas y los ritos mágicos supervivientes, evidencia la fuerte difusión de estas prácticas en el s. II d.C., así como su uso por parte de los fieles que pertenecían a las dos corrientes opuestas, pagana y cristiana. El apologeta afirma que la idolatría, la astrología, la magia y la medicina son artes y ciencias abominables creadas por demonios que, con “muchas y falsas maquinaciones”, desvían la conciencia de los humanos que pretenden escapar del mal mediante prácticas mágicas o profecías o amuletos con función apotropaica. Entre tales maquinaciones de demonios que “con arte alejan a los hombres del temor de Dios, instándoles a creer en hierbas y raíces”, la medicina y la adivinación ocupan un lugar relevante y constituyen dos formas de este tipo de brujería.
- Sueños, curaciones y milagros: ¿magia o santidad? El debate entre paganos y cristianos
Los primeros siglos del Imperio vieron una amplia difusión del Cristianismo en todas las regiones mediterráneas, un componente nada desdeñable del panorama religioso y cultural romano. Primero las comunidades cristianas se ocuparon de la ardua y a menudo conflictiva tarea de definir sus propios contenidos teológicos, sus “normas de etiqueta” y sus estructuras organizativas. Solo en un segundo momento aspiraron a más y, sometidas a episodios de lucha y persecución por parte del poder, se declararon en guerra total contra el mundo pagano. Éste último, en efecto, percibiendo la religión emergente como un cuerpo extraño y peligroso para la supervivencia de sus propios cánones religiosos y socioculturales, se defendió proponiendo argumentos y acusaciones contra ella.
En este milieu cultural y religioso se sitúa la escabrosa supervivencia de cultos paganos en ambientes cristianos y la utilización de prácticas mágicas y adivinatorias con fines médicos por parte de los fieles de la nueva religión, ya fueran laicos o presbíteros. Tales circunstancias suscitaron, por un lado, una postura de completa censura por parte de la Iglesia oficial, que declaró la iatromancia conocimiento ilegítimo y la condenó junto a cualquier otra forma de magia (3). Por otra parte, también abrió un amplio debate dentro de las corrientes cristianas sobre la función y valor de la actividad taumatúrgica, basada en el poder maléfico de los demonios, que se consideraban dioses del paganismo (4), o sobre el poder salvífico del verdadero Dios y de su hijo Jesús (5). La fe cristiana se basa precisamente en la figura taumatúrgica de Jesús de Nazaret, hijo de Dios, que vivió sobre la tierra “enseñando en las sinagogas, predicando el evangelio del Reino y sanando cualquier malestar y enfermedad del pueblo” (Mt. 4, 23), para justificar la prodigiosa taumaturgia del Señor y su dimensión terapéutica, como manifestaciones de la potencia divina en beneficio del hombre (6). Jesús, autor de prodigios y efectivo sanador en los Evangelios, se convierte en el referente ideal al que atribuir prerrogativas iatrománticas y iatromágicas en los ambientes cristianos: así pues, monjes y otros personajes venerados por su santidad fueron considerados taumaturgos y exorcistas porque realizaban curaciones y milagros en nombre de Cristo (7), como evidencian las fuentes patrísticas y hagiográficas.
Muchos autores cristianos, de Justino a Taciano, Orígenes o San Agustín, participaron en el debate sobre curaciones milagrosas y prodigios pronunciándose en contra de los adeptos de la fe cristiana que fueran seguidores de doctrinas paganas. Acusaron a los adivinos y magos de servidores de Satán (8) y propusieron una nueva visión de la iatromagia centrada en la figura de Cristo.
Justino, que era consciente de la existencia dentro de la comunidad cristiana de actividades taumatúrgicas y exorcistas, ligadas, de un lado, a divinidades tradicionales a las que se atribuían poderes para curar enfermedades (Asclepio el primero) y/o a hombres divinos con facultades taumatúrgicas (9), y realizadas, de otro lado, por los discípulos de Cristo que prometían la sanación en nombre del Maestro, afirmaba que “cuando (el diablo) nos presenta a Asclepio resucitando muertos y curando enfermedades” no hace sino imitar las profecías referidas a Cristo (10). De hecho, los demonios, conociendo las profecías sobre Jesús transmitidas en el Antiguo Testamento, atribuyeron las mismas capacidades a personajes del mundo pagano: “al enterarse de que estaba profetizado que había de curar toda enfermedad y resucitar a los muertos, nos trajeron la fábula de un Asclepio” (11). Por lo tanto, hay que diferenciar las prerrogativas salvíficas de los personajes que sometemos a examen: Justino corrobora que la venida de Cristo tenía por objeto la salvación de los creyentes. Por esta razón, los taumaturgos cristianos “conjurándolos por el nombre de Jesucristo, que fue crucificado bajo Poncio Pilatos, han curado y siguen ahora curando a muchos endemoniados que no pudieron serlo por todos los otros exorcistas, encantadores y hechiceros (12)”. Es preciso que el cristiano no baje la guardia para no caer en el engaño de los demonios, pues éstos compiten para servir a los hombres “a veces por medio de imágenes en sueños y otras por medio de artes mágicas”, así como para defenderse de ellos viviendo según las buenas enseñanzas de Cristo (13).
Firme partidario de esta opinión fue el discípulo de Taciano, para quien la idolatría, la astrología, la magia y la medicina son artes y ciencias abominables creadas por los demonios para convertir en esclavos suyos a los hombres: estos “con variadas y engañosas representaciones desvían los pensamientos de los hombres, ya de suyo inclinados hacia abajo, para hacerlos incapaces de emprender su marcha de ascensión hacia los cielos (14)”. Se equivoca, de hecho, quien cree que evitará el mal mediante prácticas mágicas o profecías o amuletos con función apotropaica, pues “no hay enfermedad que se expulse por medio de la “antipatía”, ni loco que se cure colgándose unas tiras de cuero (15)”. Entre esas maquinaciones de demonios, cuya “maña se dirige a apartar a los hombres de la religión, haciéndoles creer en hierbas y raíces” (16), ocupan un lugar importante la medicina y el arte adivinatoria y constituyen dos manifestaciones de tales maleficios: “Porque, si uno se cura por medio de la materia, creyendo en ella, mucho mejor se curará atendiendo al poder de Dios” (17). El apologeta exhorta así al cristiano a apartarse del mal y del pecado reprimiendo las tentaciones demoníacas y confiar, en cambio, en el Señor, pidiéndole a Él la curación sin prestar atención a remedios naturales “como hace el perro con la hierba, el ciervo con la víbora, el cerdo con los cangrejos de río y el león con los monos”. En efecto, ¿por qué divinizar los elementos del mundo? “No curan los démones, sino que tratan con sus artilugios de esclavizar a los hombres”. Justino, hombre de pensamientos muy elevados, dijo con mucha razón que aquellos de los que hemos hablado son como los bandidos. Pues, efectivamente, igual que estos últimos acostumbran a secuestrar a alguien para devolvérselo a su familia a cambio de un rescate, “así esos supuestos dioses se deslizan en los miembros de algunos y luego, con miras a su propia glorificación, por medio de sueños, mandan a los enfermos que se presenten públicamente a vista de todo el mundo y, después que han gozado de las alabanzas, salen volando de los enfermos y, poniendo término a la enfermedad que ellos mismos causaron, restituyen a los hombres a su primer estado” (18).
En la misma línea se sitúan las reflexiones de Orígenes. Para defenderse de la acusación del pagano Celso (19), que afirmaba que los cristianos usaban la magia y la adivinación exactamente como los paganos y que Jesús no era sino un “mago”, Orígenes declaró que no existía ninguna relación entre la profecía inspirada por el verdadero Dios y las prácticas adivinatorias de los paganos al servicio de los falsos dioses. Algunos pasajes del libro III del tratado Contra Celso subrayan de manera significativa las principales líneas de este debate, prestando especial atención al tema del “milagro”. Lo mismo hace Justino, autor alejandrino que presenta las figuras de Asclepio y de Jesús y propone una comparación de sus capacidades iatrománticas (20). El autor, para no negar las habilidades taumatúrgicas del dios pagano, defiende la postura cristiana diferenciando entre milagros y curaciones como signos inequívocos de una intervención sobrehumana y cuyo origen puede ser “bueno” o “malo” según la fuente que confiere el poder, bien sea demoniaca o provenga del único y verdadero Dios (21). Al tratar el tema, habla de la incubación, práctica muy difundida como instrumento de curación a través del sueño oracular y considerada como la experiencia en la que se verifica la obra taumatúrgica: “incluso cuando dice, respecto de Asclepio, que una multitud de hombres griegos y bárbaros afirmaban haberlo visto varias veces y que todavía lo veían no como una sombra sino como un ser que curaba a la gente, que obraba el bien y que predicaba el futuro, Celso pretende que nosotros tengamos fe… pero nosotros, en cambio, tenemos fe en los discípulos de Jesús que han visto con sus propios ojos sus milagros, demostrando claramente la pureza de sus conciencias… Celso nos denomina “gente estúpida”… y algunos de ellos (creyentes de Jesús) revelan, al sanar a los hombres, el signo claro de que un extraordinario poder les ha sido concedido debido a su fe, de ahí que ellos solo invoquen sobre los enfermos el nombre del Dios Supremo y el de Jesús, agregando su propia historia. Nosotros también hemos visto a muchos ser liberados de la enfermedad, del delirio, de la locura, y de otros tantos males, que ni el hombre ni el demonio habrían podido curar” (22).
Orígenes recalca cómo en el mundo cristiano la intervención milagrosa para la curación no se limita a la época y a la persona de Jesús o a los tiempos apostólicos, sino que es un hecho que se realiza en la actualidad, ya que los fieles siguen sanando a los hombres y dando pruebas visibles del poder que han recibido del Señor gracias a su fe (23).
También San Agustín, convertido en obispo de Hipona, se vio obligado a refutar las críticas de los paganos contra la doctrina cristiana e intentó acabar con “la persistente costumbre de los cristianos que recurrían a las prácticas mágicas y a las consultas astrológicas” (24), pues tales prácticas estaban inspiradas por los daemones y atrapan a los cristianos en los lazos de un “muy funesto error” (25): “los artificios de esta superstición, insulsa y nociva, debe rehusarlos y evitarlos totalmente el cristiano, pues son fruto de una amistad infiel y embaucadora, resultado de la colaboración entre hombres y demonios” (26).
San Agustín, percatándose de que en las regiones de África se recurría frecuentemente a los remedios derivados de prácticas supersticiosas (27), propuso un paralelismo entre el enfermo que combate contra la enfermedad y el mártir que con su lucha vence a Satanás: “muchos sufren el martirio en cama: muchos, sin duda. Se demuestra una persecución de Satanás, más oculta y más insidiosa de la que ocurrió entonces. El creyente yace en cama y es atormentado por los dolores, reza y no tiene respuesta. Mientras los dolores lo atormentan sobreviene la tentación, se arrima al lecho de una cualquiera, o de un hombre, si es que se le puede llamar hombre, y (el daimon) le dice al enfermo: utiliza este amuleto y te curarás; recurre a este encantamiento y te curarás; fulanito y menganito se curaron de esta forma, que lo sepas. Que no ceda el enfermo, que no le siga la corriente y no se deje persuadir, es más, que luche. Cuando no le queden fuerzas y gane el diablo, se convertirá en mártir sobre el lecho y vendrá a darle la corona El que, por su amor, pendió del leño” (28).
A ello se refiere San Agustín cuando habla de su experiencia de conversión con los sueños adivinatorios, distinguiendo entre las falsas visiones del alma y los sueños verídicos, que proceden de Dios y constituyen el medio de comunicación de la divinidad, invitando a la conversión y siendo el fruto de una acción milagrosa” (29). Él, además, demuestra que acepta como válidos los ritos taumatúrgicos practicados por personajes venerados por su santidad. En De Civitate Dei cuenta la tradición sobre las capacidades taumatúrgicas de San Esteban y recuerda que el santo obraba milagros y curaciones en sueños (incubación) a todos los que dormían en su sagrario, construido en Hipona en el 424 (30).
Por lo que se ha podido comprobar hasta ahora, resulta evidente cómo el tema del “milagro” y de la “curación milagrosa” fue motivo de discusión para los exponentes de dos frentes opuestos, el pagano y el cristiano. Cierto es que, en el mundo cristiano, a la liberación terapéutica de la enfermedad física se añadió la búsqueda de una salvación espiritual, de un remedio que fuese al mismo tiempo de la mente y del cuerpo (31). San Basilio de Cesárea incluía la medicina entre las artes concedidas por Dios para compensar las debilidades de la naturaleza, afirmando que ésta sirve para curar el cuerpo y el alma al mismo tiempo: “para aquellos que han contraído una enfermedad por causa de una mala alimentación, la medicina se usará para sanar el cuerpo y como modelo y ejemplo de la cura del alma… De hecho, también para el alma es útil que nos mantengamos lejos de las cosas dañinas que nos señala la medicina, que elijamos aquello que nos beneficia y que observemos lo que se ha prescrito para nosotros. …Por ello, tanto si nos servimos de las prescripciones médicas como si las rechazamos, el objetivo que persiste es la gratitud a Dios. Debemos tener en cuenta la ventaja del alma y observar la orden del Apóstol: tanto si coméis como si bebéis, cualquier cosa que hagáis la hacéis por la gloria de Dios” (32).
Del mismo modo, Gregorio de Niza, que consideraba fundamental la cura de los cuerpos, afirma que “la cura de las almas es más larga, más compleja y más noble: proviene de Dios, es divina y participa de la nobleza suprema a la cual aspira, aunque se deteriore por estar ligada a la materia. Dicha unión de carne y espíritu se debe a razones que solo conoce Dios o aquel que haya sido iluminado por Él para conocer tales misterios (33)”. El autor señala cómo la medicina debe operar en virtud de la gracia de Dios, de forma que devuelva el vigor al cuerpo y que eleve el alma a la gracia divina.
Con tal objetivo, los discípulos de Cristo obtuvieron el don de la capacidad taumatúrgica y la facultad de curar el cuerpo y de salvar el alma de cuantos se dirigían a ellos como intermediarios de la gracia de Dios. Los monjes, por ejemplo, se consideraban “verdaderos y auténticos cristianos” y modelos de perfección: cualquier monje de corazón dócil y obediente era un santuario del Espíritu y recibía de él el don de profetizar y de obrar curaciones y milagros (34).
- Prácticas iatrománticas y epifanías taumatúrgicas: la experiencia de los monjes del desierto
Debemos, por último, citar algunos episodios contados en la Historia Monacorum de Rufino de Concordia (escrita en torno al 400 d.C.) donde se evidencian las facultades taumatúrgicas de los monjes del desierto egipcio, ejemplos de virtud heroica y modelos a seguir (35). Los milagros de los monjes “revocaban el desorden provocado por el pecado en el mundo y tenían por objeto, además, convertir a los destinatarios, así como poner de relieve la superioridad de la religión cristiana sobre la pagana. Con sus milagros el santo apela a la intervención misericordiosa de Dios, intercede en favor de la persona que sufre, concentrando sus energías en la plegaria. De esta forma, el devoto continúa la obra de Dios para favorecer al hombre, manifestando no solo el poder sino especialmente la bondad; restablece en la persona y en el cosmos el orden y la armonía, que habían sido disgregadas por el pecado… El milagro no realza el poder del santo en primer lugar, sino su dependencia absoluta de Dios, y del mismo modo la admiración no se centra en el agente humano, simple intermediario, sino en la figura de Dios, verdadero autor de estas maravillas… No obstante, salvar el cuerpo, lugar de manifestación del pecado y del desorden, significaba al mismo tiempo redimir y liberar el alma del pecado y del demonio (36).
Cuenta Rufino que los monjes, que en absoluto se preocupaban por la curación del propio cuerpo, se mostraban, en cambio, solícitos para curar el cuerpo de otros. Su caridad se manifestaba especialmente cuando curaban a los enfermos, liberaban a los poseídos y resucitaban a los muertos.
En la ermita de San Juan, el santo “concedía la salud y las medicinas a aquellos que se lo pedían, pero lo hacía alejando de sí cualquier sospecha de vanagloria. No permitía que le trajeran a los enfermos, sino que hacía que les llevasen el aceite bendecido por él: una vez ungidos con ese aceite, los enfermos se curaban de cualquier enfermedad de que estuvieran aquejados” (37). Así, una mujer ciega recuperó la vista untándose los ojos con este aceite (38).
La curación tenía lugar en estos casos por medio del contactus con un objeto sobre el que el monje había extendido su poder taumatúrgico (39). El monje Amón curó a un niño loco ungiéndolo con aceite bendito (40); el monje Juan curó a un cojo fabricándole con sus propias manos unas correas para que montara sobre una yegua (41); el monje Teón curaba a los enfermos que acudían a él diariamente, poniendo las manos sobre sus cabezas y bendiciéndoles.
En otras circunstancias, en cambio, la curación se producía por medio de una visión onírica: un tribuno suplicó a San Juan que curase a su mujer que padecía un estado de depresión. El monje se le apareció entonces en sueños y, después de reprenderla dulcemente, le dijo: “Dios te ha concedido sanarte de todas las enfermedades que atormentan a tu cuerpo. Desde este momento estarás a salvo, tú, tu marido y toda vuestra casa tendrá la bendición… (42). Te bastará con haberme visto en sueños, no busques más allá” (43).
La liberación de un poseído y la resurrección de un cuerpo muerto constituían una de las tareas más difíciles para el monje y, al mismo tiempo, uno de los milagros más admirables. Rufino recuerda que el monje Or había recibido de Dios el don singular de realizar exorcismos y, por el poder que le había sido otorgado, era capaz de contraponer a la violencia del endemoniado su tranquila firmeza (44). El monje Macario, para demostrar la verdad de su fe contra un hereje que renegaba de su capacidad para resucitar a los muertos, se puso delante de la tumba de un monje fallecido pocos días antes y, arrodillándose para la plegaria, invocó al difunto; éste le respondió y, saliendo de la tumba, volvió a la vida (45).
A los monjes acudían incluso los que aseguraban haber sido víctimas de maleficios y sortilegios que les habían provocado enfermedades y dolores. El monje Macario se encontró ante una muchacha cuyos padres creían que había sido víctima de un ensalmo que la había convertido en yegua. El monje desveló la verdad a aquellos que le acompañaban, otorgándoles la percepción de la realidad verdadera. Encerró a la muchacha en una celda y, después de rezar con sus padres, la ungió con aceite y les explicó que estos falsos sortilegios “son fantasías del demonio y no la realidad que se corresponde con la verdad (46)”.
El objetivo del monje era, en fin, asegurar la salvación del alma además de la salvación del cuerpo: una joven con el cuerpo macerado acudió al monje Macario para que la curase. Éste le respondió: “anímate, muchacha, esta prueba te ha sido impuesta por el Señor no para tu ruina sino para tu salvación. Así pues, deberemos proceder de forma que tu recuperada santidad no te exponga a ningún peligro”. Transcurridos siete días de plegaria, ungió a la joven con aceite y la curó, pero no le concedió el don de la belleza para que no cayese en la tentación (47).
Por consiguiente, los monjes, en cuanto discípulos de Cristo, actuaban solícitamente, por medio de prácticas taumatúrgicas y prodigiosas, para encaminar al hombre a la salvación de Dios.
Pero no solo a una salud material y corpórea, sino a la salvación conjunta del alma y del cuerpo.
Profesora Titular de Storia delle religioni en la Università degli Studi di Messina (Italia)
Traducción del italiano por Nerea López Carrasco
Notas bibliográficas y referencias de las imágenes