Al llegar a la zona de aparcamiento a primera hora de la mañana tenía claro que el Caminito del Rey es “un camino de servicio construido entre 1901 y 1905 por la Sociedad Hidroeléctrica de El Chorro para conectar el Salto del Gaitanejo y el Salto de El Chorro, dos infraestructuras hidráulicas que proporcionan energía eléctrica”, ubicado en los límites geográficos de Ardales, Antequera y Álora, pueblos limítrofes entre sí de la provincia en Málaga. El movimiento de operarios y el transporte de materiales aconsejaban construir una ruta más corta que las carreteras existentes, supongo que todavía más lentas y sinuosas que las actuales, y, a pesar de que la idea requería una mirada soñadora y mucho atrevimiento, lo hicieron. Construyeron a lo largo del cauce del río Guadalorce una ruta endiablada, suspendida en la pared algo más de 3 kilómetros, a una media de 100 metros de altura sobre el suelo. El apellido “endiablada” se lo pongo yo, y posiblemente la mayoría de las personas que han hecho el recorrido, que empezó a ser conocido por su nombre actual cuando Alfonso XIII lo inauguró y emprendió en 1921. Antes de este primer acercamiento, flotaban en mi memoria algunas fotos icónicas de la construcción y el recuerdo lejano del video de un ciclista con la cámara incrustada en el casco, jugándose la vida en una interminable sucesión de tramos asomados al vacío y extremadamente deteriorados.
El frío matinal ayudaba a tomar decisiones sobre la indumentaria. El discurrir de la mañana traería calor, estaba segura; “esto es Málaga” me decía, pero en esas primeras horas el relente que acompañaba las sombras, todavía muy alargadas, ayudaba a incorporar alguna capa circunstancial a un atuendo por lo demás cómodo y ligero.
Las instrucciones en la web del Caminito del Rey eran claras: “Llegar al centro de visitantes con veinte minutos de antelación sobre la hora de la visita”. Pero lo elocuente de la comunicación engañaba un poco sobre la capacidad organizativa de los gestores del circuito. A poco de comenzar la caminata hacia el punto indicado, entramos en un larguísimo túnel, inesperado, incómodo y, sobre todo y aunque parezca mentira, completamente a oscuras. Ignoro el tiempo que nos llevó recorrer aquel pasadizo inhóspito pero el peso cualitativo fue infinitamente mayor que los probables 15 minutos reales. La ingrata oscuridad de aquel larguísimo orificio en la montaña terminó por dejar paso a la claridad azulada de la mañana.
La amplitud del camino abierto al frente resaltaba sobre la abundante vegetación que nos circundaba, donde pinos y encinas ejercían un claro predominio aéreo a la par que jaras y retamas rellenaban y alfombraban el paisaje. El suave discurrir de los varios centenares de metros siguientes era un buen motivo para recuperar la conversación mientras las piernas empezaban a coger ritmo a la espera de mayores dificultades.
El segundo y último sinsabor preveniente de la organización lo proporcionó el auténtico caos en la entrada oficial por la parte Norte del Caminito. A pesar de todo terminamos por pasar ese control y recibir el gorro y el casco preceptivos, paso previo a que la guía encaminara los pasos de nuestro heterogéneo grupo español-inglés a la primera etapa del camino. Al principio se hizo rara la limitación visual que suponía la protección pero pronto establecimos una cierta relación de fraternidad con el simpático modelo que nos había tocado en suerte y su color verde hacía juego con el entorno.
Las sombras, todavía duras, empezaban a intercalarse con destellos en la magnífica luminosidad malagueña y resultaba difícil percibir distancias y afianzar sensaciones. El cauce del río Guadalhorce apareció de inmediato abriendo brecha a nuestra izquierda. La vegetación que lo bordeaba ocultaba a veces su profundidad y la escasa fuerza de la corriente, gracias al discreto caudal de agua en esas fechas, ayudaba a sumergirse en el ambiente hostil y a la vez embriagador que generaban las alturas. A poco caminábamos ya sobre pasarelas que empezaban a tomar distancia del suelo, cosa de la que no percaté hasta girarme y comprobar lo que íbamos dejando atrás.
A propuesta de la guía, tomamos una decisión que iba a mejorar todas y cada una de la percepciones de los sentidos en la mañana. Devolvimos el receptor que nos permitía seguir las explicaciones y emprendimos la ruta sin la molesta intromisión de una voz extraña golpeando el canal auditivo. Se hizo grata esa liberación y la apertura sin limitaciones de la mente a los sonidos de la naturaleza; resultaba placentera la inmersión en los propios pensamientos y el poder disfrutar sin barreras de la espectacularidad del paisaje pétreo por el que avanzábamos. Y volvió a mí el deseo de fotografiar, de esculpir en el sensor de la cámara las imágenes que comenzaban a impactar mis retinas con la fuerza indescriptible de la emoción. Una pulsión dominante que habitualmente encuentra su compensación en la calidad de las tomas.
Empezaba a estar presente una admiración indescriptible por la belleza de la naturaleza en ese espacio, por la mezcla armónica de colores, por las combinaciones geológicas que amparaban largas profundidades y marcadas elevaciones geométricas que con el paso del tiempo había dibujado el discurrir del agua. La pasarela mágica que nos mantenía elevados y protegía del abismo ejercía las veces de pasadizo icónico hacia lo desconocido, ejerciendo a la vez de poderoso imán que trataba de retener las piernas en su avance para alargar el tiempo de inmersión.
De la longitud total del Caminito, desde la entrada Norte a la salida Sur, el primer y el último tercio cursan sobre esas pasarelas elevadas. A pesar de mi anticipada sensación de temor por el equilibrio flotante al que iba a acceder, en la práctica, no tuve ni un átomo de inseguridad. Y eso que era fácil encontrar aún restos moribundos del antiguo camino bajo el actual. A diferencia de la ya obsoleta, en la estructura más reciente, los tablones simétricos de madera se aposentaban sobre una base metálica que engarzaba con barandillas de perfil fino creando una sensación etérea que, lejos que aparentar liviandad, conseguían una comunicación más plena con el entorno. Impresionaba más divisar a distancia las estructuras colgadas de la pared discurriendo en paralelo cosidas a las paredes verticales que asomarse a los miradores flotantes con suelo acristalado y un rango de visibilidad de unos 270 grados.
En el segundo tercio del itinerario, la ruta permitía un cierto respiro a la fuerza impositiva de la novedad. El ritmo de nuestros pasos aumentó ligeramente al acomodarlos directamente sobre la tierra. Era tiempo de retornar al disfrute de la compañía y la conversación siguiendo el sendero que discurría a media altura de unos montes algo menos escarpados e inaccesibles que en la etapa anterior.
La última parte del Caminito es la parte más impresionante. Fue una sorpresa descubrir que el tren que enlaza Málaga con algunos puntos de Andalucía se abría paso a través de un túnel excavado en la pared este del desfiladero. Imaginé el durísimo trabajo que había supuesto esa obra de ingeniería y, puesta a confirmar mi ignorancia, una lectura posterior me descubrió que a un kilómetro discurre también el túnel del AVE. Nunca hubiera imaginado que a pocos minutos de iniciar el viaje desde la estación de María Zambrano la oscuridad que se cierne sobre el convoy se debe al paso por la sierra que protege con firmeza los secretos de este paraje excepcional.
El sol caía ya con una cierta justicia cuando divisamos en la distancia la silueta inconfundible del puente de obra que une las dos laderas del Desfiladero de los Gaitanes. Símbolo por excelencia del Caminito del Rey, las distancia cortas revelaban el siglo de vida que llevaba a sus espaldas y no sorprendía que otra estructura, esta vez completamente metálica, hubiera sustituido sus funciones. Emplazados en paralelo, el viaducto actual no tenía ni de lejos el carisma del antiguo; era verdad que generaba un mínimo de desasosiego comprobar que se cimbreaba ligeramente con la circulación de las personas, pero también que mi percepción era de extrema seguridad y pasarlo una experiencia divertida.
Si los puntos fotográficos posibles a lo largo de la ruta se podían contar por centenares, no había duda de que este paso de un lado al otro del desfiladero era “el punto” por excelencia. A sus pies el pantano de El Chorro de abría lejano, inmenso y paciente. El color verde se convertía de nuevo en el tono dominante por excelencia del entorno. La máxima densidad tonal le correspondía a las aguas del pantano; la flora, abundante y muy arbórea, creaba un atenuado acompañamiento y el peso del contraste caía sobre el ocre pálido de las paredes del desfiladero.
Pasado el mediodía, llegó la despedida. Divisé a lo lejos que los visitantes que nos precedían bajaban con una cierta dificultad las rampas de la cara este del desfiladero. Los recodos de la estructura y el tamaño diminuto de los peldaños forzaban al máximo la precaución –pude comprobar que justificada- de los integrantes del grupo. El descenso hacia el nivel del pantano, pronunciado y rápido, conducía sin remedio a los tornos de salida, muy próximos a las vías del tren. Me acompañaba ya una cierta sensación de “misión cumplida” y de incipiente deseo de volver cuanto antes a recuperar la ruta y cerciorarme de que lo vivido era real y no la virtualidad de un buen sueño.
Rendida admiradora de las aplicaciones de la física y las matemáticas a la solución de problemas prácticos, era consciente de que la ingeniería con mayúsculas prevalecía muchos metros más abajo, conteniendo y modulando a la medida de las necesidades las aguas del pantano de El Chorro. Sin embargo, a la funcionalidad conseguida en la construcción del Caminito hace un siglo y en su última versión le otorgo el mérito inmenso de permitir que casi cualquier persona pueda recorrerlo y disfrutarlo. Una feliz conexión entre la ingeniería y la naturaleza.
Mª Ángeles Jiménez
Farmacéutica y miembro de la SEMA
Fotografías: Mª Ángeles Jiménez