Profesor es quien enseña y maestro del que se aprende. Hay varias, y sutiles, pero muy importantes diferencias. El profesor recibe un estipendio por mostrar sus conocimientos a sus alumnos, que son quienes le pagan; no tiene exacto control de lo que aprenden y por ello les examina. El maestro elige a sus discípulos y por ello, en cierto modo, le pertenecen. Al discípulo se le cambia, se le orienta en lo que se puede, se le moldea y, cuando está preparado, se le deja libre y se le exige. Para siempre.
Don Antonio fue profesor y maestro toda su vida. Y él elegía a quien quería que le siguiera, sin decirle a dónde, para qué, ni hasta cuándo. Te cogía en sus manos y apretaba, a veces con una presión que nos parecía insoportable -para algunos lo fue- hasta que un día, sin saber por qué, te entregabas. Tu vida, el camino que creías haber escogido cambiaba, y te encontrabas a su lado. Y al poco tiempo te dabas cuenta que sólo era el comienzo. Que había algo más allá. Con Don Antonio siempre esperaba una conversación pendiente. Todavía la hay.
Vino a Málaga, en pleno vigor de sus duros cuarenta y tantos años, acompañado de un grupo de fieles de su Granada natal. Llegó a una facultad en construcción, en todos los sentidos, y a cargo de una pediatría hospitalaria incipiente en Carlos Haya. Aquí se hizo catedrático. Lo revolucionaron todo. Cambiaron vocaciones, cambiaron servicios, se trajo lo mejor en material y, sobre todo en personas, allá donde lo encontró. De cualquier lugar de España y allende los mares. Abrió la mano a las especialidades, en contra de la opinión dominante de la pediatría oficial; nos empujó a salir y nos obligó a regresar, para aplicar aquí lo aprendido fuera. Lo que era, en el campo de la pediatría, un hospital de provincias, lo convirtió en un referente nacional. Y su departamento fue el clínico que nuestra facultad, aún, no tenía. Con Don Felipe Sánchez de la Cuesta y otros pocos, ayudó a forjar el departamento al que ambos pertenecemos.
Don Antonio no era simpático, de maneras amables, ni blando de carácter. Aunque quien afirme que era lo opuesto, tampoco lo conoció. La humanidad es una cosa, y las maneras con que se expresa, otra. Monolítico en las ideas y polifacético en las expresiones, la visita a su despacho o una simple llamada telefónica te ponían en alerta. La exigencia, que practicaba con él el primero con rigor de asceta, y no el halago era su norma.
Empezó a morir el día que se jubiló. No entendió nunca el espíritu de Bolonia y no se recataba en decirlo. La grave enfermedad en uno de sus nietos, afortunadamente resuelta, que él diagnosticó con excelente ojo clínico, fue una puñalada a traición. Cuando faltó su esposa –su compañera; pediatra de toda la vida, madre de sus hijos y dulcificadora de su carácter adusto– la vida, excepto por momentos puntuales, perdió interés de puertas afuera de su hogar.
De pronto, en plena pandemia, como una cuchillada, te enteras de que tu referente se ha ido. Que la conversación seguirá pendiente. Que no hay Lisboa atrás dejada ni Sintra a la que llegar. Que la meta era el camino. Per ardua ad astra, que nos enseñó.
Espero que, feliz de nuevo junto a Dora, nos mire con indulgencia y contemple con agrado -aparte de la amplia familia que formó y queremos; de los niños que cuido y curó- lo que no está en los libros, sino en el corazón de los que la formamos: la Escuela Malagueña de Pediatría, legado inmaterial del ilustre Profesor Don Antonio Martínez Valverde. Nuestro maestro. Mi maestro.
Javier Pérez Frías1 y Francisco Martos Crespo2
(1) Catedrático de Pedriatría, Universidad de Málaga; Sociedad Erasmiana de Málaga
(2) Universidad de Málaga