La primavera cultural de Ferrara (fig.1), la «verdadera patria de las Musas» floreció alrededor de Guarino, que fue maestro y hombre sabio y que, con su escuela, promovió una dirección, consolidó un método, definió un tono, fundó una tradición» (cf. Garin, Ritratti di umanisti, Florencia, 1967, p. 94). Un maestro, por tanto, en una época en la que, reafirmando la relación con la naturaleza, se nos alejaba cada vez más del temperamento sombrío del Medievo y en que la mujer iba logrando, aunque con gran dificultad, ocupar un puesto en la sociedad y no sólo como hija, mujer y madre, sino sobre todo como mujer. Anna Pacifico en el libro Isotta Nogarola. L’opera (Verona, 2011) (fig. 2) habla del destino de Isotta, en la que se alumbra la difícil vida de quien quiere salir de los estrechos límites de su condición de mujer para conseguir alcanzar otras metas hasta ahora cerradas. Costanza Varano (la Varano que descendía de las nobles desposadas por los Varano, los Malatesta y los Montefeltro, fue discípula de Antonio de Strullis da Coldazzo y esposa de Alejandro Sforza, señor de Pesaro) mujer de gran ingenio, se refiere así a Isotta:
«(…)¡Qué afortunados son tus padres/ a los que, desde tu nacimiento, has procurado honra/ con tu rectitud y con tu amable sabiduría!/ Y si el Omnipotente te concediera una hermana, ¡Qué afortunada ella!/ Siguiendo tus pasos podrá caminar por un sendero riguroso/ y elevar fácilmente el vuelo hacia las sagradas fuentes del Parnaso./ Convertida en sabia por tu magisterio, también ella compondrá poesías/ al son dulcísimo de la lira, y escribirá prosas tan bellas/ dignas del elogio de las estrellas».
De semejante canto resulta evidente el alto grado en que Isotta era apreciada en los círculos de los humanistas (lo demuestra también el poema escrito por Giovanni Maria Filelfo donde se la llama poetisa y profetisa que menospreció el matrimonio para dedicarse por completo a los estudios [cf. R. Aversani, Verona nel Quattrocento. La civiltà delle Lettere, Verona, 1984, pp. 75-76). En el De plurimis claris selectisque mulieribus de Jacopo Filippo da Bergamo (París, ex Simonis Colinaei, 1521), dedicado a Beatriz de Aragón, reina de Hungría, Isotta fue incluida en el elenco de mujeres famosas. Pero, aunque elogiada por tantos, como por ejemplo por Cendrata, que se maravillaba de que tuviera tanto ingenio (E. Abel, Isotae Nogarolae Veronensis opera quae supersunt omnia, accedunt Angelae et Veneverae Nogarolae epistolae et carmina, Verona, Biblioteca civica, pp. 109-110) o por Cassaro, que confesaba su asombro de que una mujer tuviera tanta cultura y una fama que raramente pueden alcanzar los hombres (Abel, I, p. 138, 142), Isotta no tuvo una vida fácil y su ingenio fue exaltado, sí, pero siempre parangonado con el de las otras mujeres y nunca con el de los hombres, ya que la grandeza de ingenio se mantenía, sin embargo, como prerrogativa de los hombres y, por tanto, ella nunca podía ingresar en el círculo, absolutamente masculino, del Humanismo, que se encontraba, por así decirlo, a medio camino entre «aceptar el valor reconocido a la mujer en los textos antiguos que se iban releyendo y compartir la misoginia propia de la cultura del ‘400» (Pacifico, p. 14).
El debate sobre el nuevo papel de la mujer, anticipado por la Città delle donne (Roma, 2004) de Christine de Pizan (fig. 3) donde se estigmatizaba la conducta masculina, quedó restringido a una intensa correspondencia en la que jugó un papel de primer orden Isotta. Ésta, en el diálogo «donde se trataba la famosa cuestión todavía no resuelta de si había pecado más Adán o Eva» (cf. Pacifico, pp. 135ss.), defendía a Eva y condenaba a Adán. Los protagonistas de lo que puede calificarse de verdadero proceso, eran Ludovico Foscarini, Antonio Nogarola y la propia Isotta, que contraataca con referencias a los textos sagrados los argumentos formulados por los dos «abogados» contrarios y lo hace «con excelentes armas » (Pacifico, p. 114).
Ante la declaración del protonotario: «Todo el género humano debe pagar la culpa de un hombre y de una mujer», Isotta pregunta a los dos ilustres huéspedes si consideran más culpable a Adán o a Eva, y concluye que el verdadero pecador -en su opinión- es el hombre y no la mujer. Fundamenta esta convicción suya con la tesis de que la mujer, por su propia naturaleza, era «menos perfecta que el hombre en cuerpo y alma» e propter fragilitatem (…) et voluptatem y, por consiguiente, más débil.
Pero Foscarini lo rebate diciendo que sólo ha pecado Eva por orgullo y que «no habría cedido a la persuasión del demonio, si no la hubiera invadido el amor por el propio poder» (II, pp. 194-195).
En su afán por defender a Eva, Isotta cita el Génesis 2, 15-17, donde se dice: «Dios nuestro Señor, por último, cogió al hombre y lo puso en el paraíso de las delicias, para que lo cultivara y guardara; y le dio esta orden a él (y no a ellos): come (y no comáis) de todas las plantas del paraíso; pero del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas» (fig.4). Por lo tanto, la prohibición no le fue impuesta a Eva, porque -como el mismo Agustín afirma- es Adán quien comió el fruto prohibido, despreciando así la orden del Señor.
A Isotta le interesa situar el problema -y es ella la que lo hace por primera vez- sobre quién pecó más y sobre el peso del castigo: Eva será condenada a los dolores del parto, Adán a ganarse el pan con el sudor de la frente. Pero una vez más vuelve a rebatirlo Foscarini: para el protonotario Eva fue la más culpable, ya que se la condenó a sufrir las penas reservadas para Adán y ahora «ella no sólo está destinada a morir y a ganarse el pan con el sudor de la frente, sino que le está también prohibido acceder al Paraíso, custodiado por el ángel con la espada de fuego; y además de todos estos castigos compartidos por ambos, ella debe también parir con dolor y estar sometida al hombre» (II, p 195).
Mientras la conclusión de Foscarini es la siguiente: la «causa de la causa es la causa de la cosa causada», la de Isotta se formula así: Eva es «débil e ignorante por naturaleza y, por consiguiente, pecó de modo bastante más leve cuando obedeció a la astuta serpiente (…) de como lo hizo Adán, que había sido creado por Dios con un conocimiento y sabiduría perfectos».
Con su afirmación, Isotta reconocía sin duda la inferioridad de la mujer, porque si hubiera hablado de fuerza tendría que haber aceptado la hipótesis de la maldad de Eva y, en el fondo, la ecuación grandeza = virilidad.
Pero las que arrojan luz sobre lo que puede haber sido el compromiso cultural de Isotta dentro del Humanismo, son las numerosas cartas que escribe, dirigidas a los notables de la época. La primera carta es para Ermolao Barbaro (Venecia 1434) al que alaba por su elocuencia: «La naturaleza os ha dado innumerables dones y el primero de ellos es vuestro encanto con la palabra y la magnífica elocuencia que habéis conseguido gracias a vuestro increíble talento y a vuestro ingenio».
Nada es más duradero que el ars dicendi y un pueblo libre y todas las repúblicas, fortalecidas con buenas costumbres, deben tenerlo presente, «puesto que la elocuencia es compañera de la paz casi tanto como la tranquilidad es hija del buen gobierno ciudadano» (cf. Cicerón, Brutus, 45 «Pacis est comes otioque socia etiam bene constitutae civitatis quasi alumna quaedam eloquentia»).
Cultura y reipublicae administratio son el feliz matrimonio que ella elogia en Iacopo Foscarni, el hijo del duque de Venecia, en una carta de septiembre de 1436 abundante en citas, como por ejemplo las de Plutarco (Vida de Arato y Artajerjes), Filóstrato (Vida de Apolonio de Tiana 3,16) y además Valerio Máximo (Factorum et dictorum memorabilium 8.7,2) y Cicerón (De officiis 1.6,18). Fue precisamente Foscarini quien habló de Isotta a Guarino Veronese y ella tuvo con estos una relación epistolar muy interesante, porque evidencia con gran claridad el ambiente cultural en que se movieron estos eruditos.
Guarino (fig. 5) en el mismo año (1434. Para la correspondencia con Guarino, cf. R. Sabbadini (a cura di), L’epistolario di Guarino Veronese, 3 vols., Deputazione di Storia Patria, Venecia, 1915-1919) escribe una carta a Foscarini llena de elogios hacia las hermanas Nogarola, Ginebra e Isotta, y exclama: «O civitatis, immo et aetates nostrae decus! O rara avis in terris nigroque simillima cygno! (…) Penelopen quia optime texuit, Aragnen quia tenuissima fila deduxit, Camillam et Penthesileam quia bellatrices erant, poetarum carminibus consacratas cernimus, has tam pudicas, tam generosas, tam eruditas, tam eloquentas non colerent astra laudibus non eveherent, non obliovionis morsibus quamvis ratione vendicarent et sempiterno donarent aevo?» (ex Valle Policella). [El propio Jacobo Lavagnola, que se casaría a continuación con la tercera hermana Nogarola, elogiaba la cultura de las hermanas].
La mujer, cuando tuvo conocimiento de las palabras de Guarino, le escribe una primera carta dándole las gracias y lamentando la ausencia de Ferrara del maestro, considerado «un hombre enviado por el cielo», desde el momento en que Italia, igual que un niño, florece por sus disciplinas y porque él fue el introductor del arte de hablar y de las letras griegas. Ferrara es la ciudad que Guarino ha acogido en su regazo y ella lo ama y venera: «Vos sois el único en cuya virtud se apoya Italia, vos destacáis sobre todos los doctos. Jamás Italia se sentirá orgullosa de otro hijo dotado con tanta elocuencia. Yo, doctísimo, me confío a mí misma a vuestra dignidad y a vuestra sabiduría y autoridad y alimento, padre, tanto respeto hacia vos que podéis sentiros realmente padre» (octubre 1436).
A esta carta Guarino tarda en responder e Isotta, consciente de haber sido demasiado atrevida, vuelve a escribirle confesándose desilusionada y molesta. Desilusionada porque, aunque ella tuviera conciencia de haber sido demasiado atrevida, estaba segura de la gentileza del maestro; y molesta, porque precisamente el maestro no ha tenido en cuenta la advertencia de Cicerón (De officiis 1.90) «quanto superiores simus, tanto nos geramus summussius». Para ella, después de la falta de respuesta del maestro, no hay lugar en la ciudad: «los burros me hacen daño con sus quijadas, los bueyes me destrozan con sus cuernos» (Plauto, Aulularia, vv. 232-235): «me ordo deridet, neutrobi habeo stabile stabulum, asini me mordicus scindunt, boves me incursant cornibus». Se siente abandonada, infeliz y, en medio de esta angustia, maldice haber nacido y sobre todo su condición de mujer, que no sea digna de quien por otra parte la había elogiado tanto. Pide luego que Guarino le restituya la dignidad perdida con tal de que las crueles palabras que la definen como una torre de insolencia y de desfachatez puedan quedar silenciadas para siempre. Eleva por último una plegaria: aunque se haya equivocado por su excesivo atrevimiento, aunque se haya merecido el reproche, que el maestro tenga piedad de ella y del trabajo de su espíritu.
La respuesta a la dolorosa carta no se hace esperar y es una carta severa en muchos aspectos. El maestro echará en cara a la mujer sus quejas y reproches y escribe así: «me parecía haber reconocido en vos un ingenio notable por las contribuciones de la cultura, tanto que estaba acostumbrado a pensar en vos como una mujer fuerte (…)». Pero con las quejas propias de una mujer se han rebajado aquellas dotes que también él le había reconocido: ser mujer no era una desgracia, el sexo hay que atribuirlo a la naturaleza que nos crea, mientras que a la virtud, cultivada con los estudios y con el ejemplo de los hombres ilustres, hay que atribuirle la elevación de espíritu, allí donde «virtud significa humanidad, obra humana sabia y prudente, virtuosa y fuerte» (E. Garin, L’umanesimo italiano, Roma-Bari, 2008, p. 77). Gracias a ello y con el conocimiento de lo que se ha hecho, incluso si se es mujer, hay que comportarse de modo que ni los mordiscos de los burros ni los cuernos de los toros puedan herir su persona. Contra los detractores ella habría podido o tal vez debido hacer propias las palabras de Diógenes: «¿Os reís de mí? Pero yo no soy motivo de risa» (Plutarco, cohibenda ira 12).
Se percibe, sin embargo, por la respuesta de Guarino que está disgustado, pero pide excusas tal vez con una chispa de ironía: Isotta podría haber tenido en cuenta los asuntos públicos y privados que no le dan tregua, las ocupaciones familiares y literarias y todo esto que no le deja disfrutar del sueño y aún menos de la comida y mucho menos de escribir una carta o un poema. Luego invita a la mujer a luchar contra sus detractores con él a su lado «como comandante y compañero de filas».
La segunda parte de la carta rebate la maldición de haber nacido mujer, y escoge para ello algunas heroínas de la Antigüedad: «Acuérdate -dice- de Dido, que fue mujer castísima, de Cornelia, madre de los Gracos y de las mismas Musas, que fueron mujeres y que instruyen, enseñan y hacen ilustres a los poetas». Y después de convertir a las Musas en humanas y mujeres, continúa diciendo que son duda Virgilio no sintió vergüenza al invocarlas, «Musa, recuérdame las causas» y también «Abrid ahora el Helicón, diosas, y moved los cantos». De las mujeres del mito pasa Guarino a recordar aquellas otras veneradas por la religión cristiana que han dado ejemplo de pureza íntegra y a cuyo número sería un honor añadirse. De nuevo se dirige directamente a Isotta «famosa por la ilustre estirpe y la nobleza de los antepasados, respetable por el pudor y honestidad de las costumbres, digna de ser recordada por la inteligencia de cuanto escribe» y no comprende de ella su insistencia en recibir sus cartas, en las que no podría encontrar «ambrosía», sino más bien «polenta» y volverse así tan estúpida como estúpidos resultan los visitantes que «excitados por la fama» (Juvenal, VII 40) de la ciudad de Roma no encuentran más que restos de muros, monumentos y edificios en ruina. No sirven las cartas, sino que lo que sirve son los sentimientos de aprecio y de lealtad que el maestro demuestra tener y, haciéndose fuerte con esto, se dispone a acallar las «lenguas que se burlan» que no son más que dictadas por el odio, logrando una victoria sobre la envidia que destroza las alas (Virgilio, Ecl. VII 26). Lucha, pues, Isotta, porque a él le es querida, dilecta, amada, con ella comparte él el amor por las letras y tiene comunión de espíritu. Las palabras deberían haber devuelto la alegría a la mujer, pero, por lo visto, “la respuesta de Guarino al mismo tiempo reconforta y sobresalta, porque mina la confianza en sí de aquella misma persona rica en ingenio a la que había querido animar. No era el único en hacer esto ya que, entre los torbellinos que saludaron los primeros cimientos humanísticos de las hermanas Nogarola, se mezclaban condescendencia y hasta críticas con la aprobación, en un persistente convencimiento de fondo: los resultados de las hermanas no eran excelentes en sí mismos, sino en relación con su sexo, no en comparación con hombres doctos (M.L. King, “Isotta umanista e devota (1418-1446)”, en AA.VV., Rinascimento al femminile, a cura di O. Niccoli, Roma-Bari 1991:9).
La vida de Isotta, que tal vez había esperado ser acogida entre los intelectuales de la época, siguió siendo difícil al ser ella a menudo blanco de vulgares críticas (el 1 de junio de 1438 un escritor de Verona habló de costumbres obscenas de las mujeres venecianas y sobre todo de Isotta y sus hermanos). A semejantes acusaciones ella responde “volviéndose de espaldas al mundo exaltado de los eruditos y de los poderosos y buscando la reclusión en una “celda llena de libros”, convertida en una beata (King, cit., p. 11), la única vida permitida a quien se había negado a casarse. Sin embargo, encerrada en su vida de clausura, rodeada de sus libros (fig.6), continuó escribiendo, aunque sobre temas religiosos, los únicos que una mujer podía tratar. De 1451 es una carta dirigida a Ludovico Foscarini en la que, haciendo suyo el dicho de Sócrates “conócete a ti mismo”, lamentaba la debilidad de su intelecto y la falta de elegancia de su forma de hablar y, lamentando además su condición de mujer, informaba al amigo de que había abandonado los estudios de su juventud para dedicarse a aquellos que la habrían acercado a Dios y que habrían puesto orden en su vida. Foscarini había admirado la erudición de la mujer y había elogiado sus dotes intelectuales y la mujer se confiesa feliz por ello y decide así responder inmediatamente que su silencio habría sido un gesto de ingratitud. Recuerda la frase de Agustín “la ingratitud es una ráfaga de fuego que destruye la bondad de todas las acciones” y lo que decía Cicerón (Pro Plancio 33.81): “Por mi parte sostengo que ninguna facultad es tan esencialmente humana como poder reconocer la obligación no solo de una acción gentil, sino también de simplemente manifestar un pensamiento gentil”. La carta está llena de elogios a Foscarini.: “en vos residen verdadera nobleza de sangre, sabiduría, virtud, grandeza de espíritu, justicia, gentileza, raras dotes que nuestros conciudadanos dicen que debéis ser considerado como otro Lúculo, el cual (…) fue el más aclamado y sus contemporáneos pensaban que la ciudad gobernada por él sería la más afortunada (Plutarco, Vida de Lúculo…); y se cierra con el ruego de que acepte estas palabras suyas “por el placer del cariño que me mostráis, por el que os estoy muy reconocida”. La relación epistolar con Foscarini duró hasta la muerte de Isotta, una relación profunda basada en la estima y el afecto. Isotta, al conservar su castidad, se convertía en su virgen y este era el papel que él aceptaba en la mujer, no separándose de cuanto Guarino le había escrito. Para Foscarini Isotta Nogarola debía ser santa por ser erudita, sacrificándose a sí misma para sobresalir (…): “Guías tu vida y tu espíritu entre fatigas y vigilias dedicadas a los estudios, no sabes qué es el placer, no conoces las comodidades” (II, p. 44).
Agotada de cuerpo, pero no de espíritu, Isotta siguió escribiendo y, aun admitiendo que las mujeres fueran físicamente más débiles que los hombres, ella no renunció jamás “a demostrar de cuánta fuerza podían ser capaces las mujeres” (Pacifico, p. 142). Lo evidencia el discurso que dirigió a Ermolao Barbaro, obispo de Verona, en que se excusaba de escribirle por ser mujer sin talento natural ni habilidad oratoria o aquel otro que escribió en elogio de san Jerónimo donde se confiesa “mujer frágil e indigna, consciente de no poseer ni virtud ni excelencia, de ser una oca entre los cisnes”. Una mujer, en suma, a quien las acusaciones ultrajantes habían obligado a recluirse en una celda llena de libros, pero sin embargo, una mujer que había renunciado a las necesidades del cuerpo “para aspirar valientemente a los bienes que la fortuna no puede destruir” (Abel, II 5).
Professoressa Ordinaria de Lingua e Letteratura Greca de la Universidad de Salerno
Traducción: Aurelio Pérez Jiménez